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Un violento golpe de mar sacudió la proa del navío, y sentí el azote del agua sobre mi espalda. Cerré los ojos y pensé en Dios. En el mismo instante perdí toda sensación, y no supe lo que ocurrió.

En esta operación sentí que cedía bajo mi mano la tabla del fondo, y quedaba descubierto un hueco. En este hueco había una cajita muy bella de madera labrada. Traté de abrirla y la abrí sin esfuerzo: estaba llena de dinero, casi todo en onzas muy antiguas. Cerré la caja; ajusté la tabla que cubría el hueco, dejándola cuidadosamente como estaba, y me callé.

Envolví con la carta el primer objeto pesado que hallé a mano, y lo tiré con habilidad a la habitación de mi vecina, hecho lo cual y asombrado de mismo por este rasgo de audacia, cerré prestamente la ventana y aguardé temblando por las consecuencias que podía tener el acto de osadía perpetrado, porque si mi vecina regresaba con su hermano, y éste leía la carta, quedaría muy comprometida la infeliz muchacha.

Los criados de Luisa Noel hicieron entrega del equipaje, recibieron su tanto, y se marcharon con los mozos de nuestro hotel; cerré la puerta, me eché sobre el sofá, me quité el sombrero y arrojé un suspiro. Me parecia mentira que Paris me diera un entresuelo. ¡Bienaventurado Paris! ¡Bienaventuradas escaleras!

Cuando cerré mi carta, estaba yo tranquilo. En ella le hablé francamente: «¿A qué pensar en eso, Linilla mía? ¡Te amo, te adoro! ¿Qué motivos tienes para dudar de mi fidelidad? Me ofendes cuando dices que tarde o temprano he de olvidarte. Angelina: eres cruel conmigo, y no temes lastimar mi corazón. ¿No dices que me amas? Pues entonces, ¿por qué dudas así de mi cariño?

Todavía cuando V. subió a llevármela estaba muerta de miedo y por eso cerré tan pronto la puerta... ¡Dichosa muñeca! Me dio tal rabia que la tiré contra el suelo y la partí un brazo. Pues no debe V. tratarla mal; al contrario, debe V. conservarla como un recuerdo. ¿Sabe V. que tiene razón? Si no hubiera sido por la muñeca no nos hubiéramos conocido... ni sería V. mi novio;... porque tengo otro...

Al fin, volví en : medité... y cerré el postigo con la misma llave con que le había abierto Margarita, que había quedado puesta en la cerradura; atravesé lentamente el huerto, entré en la casa y puse la llave del postigo en la espetera de la cocina, de donde sin duda la había tomado Margarita. Y todo esto lo hice estremecido, procurando, como un ladrón, que no me sintiesen.

No cerré los ojos con toda la noche, considerando mi desgracia, que no fue dar en el tejado sino en las manos del escribano, y cuando me acordaba de lo de las ganzúas y las hojas que había escrito en la causa, echaba de ver que no hay cosa que tanto crezca como culpa en poder de escribano.

Una mariposa nocturna pasó rozándome la frente. Encendí la bujía y cerré la vidriera. Allí estaba mi lecho de niño: la camita de hierro con sus blancas colgaduras, y por la cual había yo suspirado tantas veces en el frío y desolado dormitorio del colegio. Allí estaba el aguamanil provisto de todo, con su toalla tejida por la tía Pepa.

Y él, gritando mas, blandiendo el sobre, alzado sobre la punta de las botas, exclamó: ¡Son ciento veinte millones de pesetas sobre Londres, París, Hamburgo y Amsterdán, en letras a su favor! ¡A su favor, excelentísimo señor! ¡Por casas de Hong-Kong, de Shang-Hai y de Cantón, de la herencia del Mandarín Ti-Chin-Fú! Sentí temblar el mundo bajo mis pies y cerré un momento los ojos.