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Me daba esta «música» gran tristeza y cerré la puerta del balcón más que de prisa.

Al ver su aire solemne comprendí lo acertado de mis conjeturas y como siempre me ha gustado la comodidad tanto en los sermones, como en las demás circunstancias de la vida, aproximé un sillón y me arrellané en él, confortablemente; entrelacé las manos sobre mis rodillas y cerré los ojos con aire de profundo recogimiento.

Volví a entrar, cerré las puertas con la destreza de un sonámbulo o de un ladrón y vestido como estaba me dejé caer sobre mi lecho. Al amanecer estaba levantado acordándome apenas de la pesadilla que me había hecho errar toda la noche diciéndome: «Hoy partiré.» Y de ese propósito informé a Magdalena tan luego como la vi. Como usted quiera me contestó.

Por la puerta no ha podido, Que yo la cerré. No hay puerta Cerrada al poder divino.

No quiero ponderar aquí la devoción, la dulzura y el incesante desvelo con que cuidé de mi D. Joaquín durante su larga enfermedad hasta el día de su muerte. Piadosamente cerré sus ojos, y no por carencia de dolor, sino por vigor y constancia de ánimo, quise y pude amortajarle.

Me incomodan, me aburren, me impacientan... ¡Mirad, ahí va el resto! Envié cinco de una vez, cerré la ventana de pronto y dejé al señor de Pavol refunfuñando contra las sobrinas y sus caprichos. A la noche me sermoneó, pero le escuché con la mayor impasibilidad, pues en medio de mis graves preocupaciones, aquella mísera reprimenda era un globo de jabón que estallaba sobre mi cabeza.

Las buenas señoras quisieron tratarme a cuerpo de rey, y sin embargo, ¡qué cena tan modesta y tan triste! Cerré la puerta, dejó en la mesa la brillante palmatoria, y de un soplo apagué la bujía. De codos en el alféizar me puse a contemplar el cielo.

Yo lo cerré contra el mío, y, aunque era un muchacho, no qué vagas nociones de ternura, qué entusiasmos indefinibles experimentó mi ser al sentir el frío desnudo de la carne, y al aspirar el perfume nunca aspirado de aquella singular criatura. Han pasado algunos años. Estoy lejos de Buenos Aires; en una ciudad cuyo nombre no interesa al lector.

Cuando, a orillas del mismo Salto, me narraron la hazaña, cerré los ojos bajo un secreto terror y sentí algo como antipatía por dicho señor Cuervo, a quien no reconozco el derecho de humillar de esa manera a sus semejantes. Llegó el momento del regreso y emprendimos la vuelta con un cansancio extremo.

Presentí que alguien me traía noticias de mi amada y acudí presuroso. No me había engañado el corazón. Era el caballerango del P. Herrera. Aquí tiene usted... me dijo, sin bajarse del caballo, esta cajita y estas cartas. Volveré mañana por la contestación. ¡Cartas de Angelina! Una para mis tías; otra para . Corrí a mi cuarto y cerré la puerta. Deseaba estar solo, solo....