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-Eso mesmo es lo que yo digo -respondió Sancho-: que también la hallé yo, y no quise llegar a ella con un tiro de piedra; allí la dejé y allí se queda como se estaba, que no quiero perro con cencerro. -Decidme, buen hombre -dijo don Quijote-, ¿sabéis vos quién sea el dueño destas prendas?

¡Vivan las Cortes! gruñó Lombrijón batiendo palmas con el ritmo de la malagueña . Lo que igo es que un ruedo de muchachas bailando, con un par de guitarras y otros tantos mozos güenos y un tonel de lo de Trebujena que güelta a la reonda, me gustan más que las Cortes, donde no hay otra música que la del cencerro que toca el presiente y el romrom de los escursos.

Caían en la arena naranjas, mendrugos de pan, cojines de asiento, como veloces proyectiles destinados al matador. De los tendidos de sol salían voces estentóreas, rugidos semejantes a los de una sirena de vapor, que parecía imposible fuesen producto de una garganta humana. Sonaba de vez en cuando un escandaloso cencerro con toques de rebato.

No hay más que dos caminos: o acabar de una vez con todos los grandes, lo cual no es fácil, o meterse entre ellos y aprender sus marrullerías y latrocinios. Escoge, toma tus medidas y echa a andar palantito. Yo dijo Mariano con súbita animación quiero que se hable de . ¡Que hablen de ti!..., pues mete ruido. Lo que es ruido..., ya lo meto replicó Mariano. ¿Cómo? ¿Con un cencerro?

De paso averiguan los pastores cuál es la vaca más fuerte y más garbosa para ponerle al pescuezo el campano del lugar, ó sea el cencerro más grande de los diez ó doce que tiene el Concejo para que la cabaña se luzca con ellos por esas brañas de Dios.

Las vacas de leche, de monótono cencerro, husmeaban sus ruedas; las cabras, asustadas por el rocín, apartábanse sonando sus campanillas y balanceando sus pesadas ubres; las comadres, apoyadas en sus escobas, miraban con curiosidad aquellas ventanillas cerradas, y hasta un municipal sonrió maliciosamente, señalándola a unos vecinos. ¡Tan temprano y ya andaban por el mundo amores de contrabando!

Aun cuando las habitaciones sean palacios, aquella soledad, aquella gente tan ordinaria..., el cencerro del ganado, aquellos callejones llenos de zarzas, de charcos y bichos venenosos...; ¡qué desconsuelo¡... Después, de noche, el bufar de las lechuzas, los ladrones..., ¡horror! ¡Pasar yo una semana en la aldea!... ¡Ave María Purísima!... Mire usted, hasta el pasear por el Alta me pone de mal humor, porque se me figura que me va á faltar tiempo para bajar de día á la ciudad.... Nosotros, los que hemos nacido en ella, desengáñese usted, no podemos acostumbrarnos á salir de nuestras calles empedraditas, de nuestros paseos, de nuestras reuniones.... ¡Es todo tan ordinario en la aldea!

La familia de los Gómez de Pomar nunca había sido tan rica de propiedades y de dinero como pagada de su alcurnia, achaque muy común en la Montaña. La bambolla de un hidalguete de aquella casta, que volvió de México a principios del siglo pasado, labró sobre los cimientos del solar antiguo la casa que acabamos de ver, con la mayor parte del dinero que traía. Con el resto y las haciendas que le pertenecían en el valle y en las inmediaciones, se empeñó en sostener el lustre de su familia, elevándola de golpe a una altura en que jamás habían vivido sus fidalgos antecesores. Logró su intento vanidoso, pero no sin muy considerables mermas y quebrantos en su caudal. Al heredarle su sucesor, heredó también una buena carga de censos y de hipotecas; y como en su no larga vida no pudo verse aliviado del peso de esta cruz, recibióla también sobre sus espaldas el que vino detrás de él; pero como le pesaba mucho, antes que morir agobiado por ella, prefirió quitársela de encima a todo trance. Y se la quitó, a expensas de lo más jugoso de su caudal. Así salvó lo restante, que empezaba a ser enredado poco a poco en las mallas inextricables del préstamo usurario. Era cuerdo el hombre, y ajustó las necesidades de su casa a la medida de lo que poseía libremente para sostenerlas. No trabajó las tierras con sus manos, pero pagó el trabajo de otros para vivir él de sus productos; y en su casa y en las accesorias de ella, donde siempre había reinado el silencio enervante de la holganza y de los grandes fastidios de la vanidad infanzona, comenzaron a oírse y a respirarse los ruidos de la actividad campesina, el cencerro del ganado y la fragancia vivificante y regeneradora de los frutos sazonados de la tierra. Mi abuela paterna alcanzó aquellos tiempos, los más venturosos de la familia de los Gómez de Pomar. Su padre era un señor a la manera de mi tío Celso: campechano y sin retóricas, sencillo hasta la rudeza, y noble y sano de corazón. No tuvo más que dos hijos: mi abuela y el mayorazgo.

Allí no se supo nunca lo que era un anuncio en el Diario, ni se emplearon viajantes para extender por las provincias limítrofes el negocio. El refrán de el buen paño en el arca se vende era verdad como un templo en aquel sólido y bien reputado comercio. Los detallistas no necesitaban que se les llamase a son de cencerro ni que se les embaucara con artes charlatánicas.

De cuando en cuando, se oye el chirriar de una puerta, el tintineo del cencerro de las vacas, la voz de un chiquillo, el zumbido de los moscones... y, de cuando en cuando, se oye también el golpe del martillo del reloj, voz de muerte apagada, sombría, que tiene en el valle un triste eco. Tras de estas campanadas fatídicas, el silencio que viene después parece un tierno halago.