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Actualizado: 22 de junio de 2025


Y a un lado, al través de un bosquecillo de pequeñas palmas, se deslizan cautelosamente seis ú ocho indios armados de sus lanzas, sus cuerdas y sus mazas y dardos, en persecución de un tigre negro, cuyos ojos chispean y en cuyas garras y contracciones musculares se ven las crispaturas del miedo y de la rabia feroz que dominan á ese gran bandido del desierto, cuando se ve atacado y se dispone á destrozar para defenderse.

Casi hundidas las raíces en el agua se veían a trechos espadañas y juncos en muy pobladas matas. Sobre el haz del agua dormida, que no rizaba entonces el más ligero soplo de viento, se extendían la verde lama y las redondas y anchas hojas de nenúfar, cuyas blancas flores se levantaban en el aire tranquilo. Los pies de Poldy se hundían en la hierba que había crecido muy alta.

Esta teoría es tan clara, tan evidente, tan fundada en la conciencia de nuestros propios actos, tan acorde con cuanto observamos en los procedimientos del espíritu humano, que causa extraña sorpresa el encontrarse con filósofos cuyas erróneas doctrinas obliguen á defenderla y explanarla.

Martín menea la cabeza, dirigiendo su mirada a la joven, cuyas locuras y niñerías conoce perfectamente. Al cabo de un instante, coge la mano a Juan y dice, señalando la puerta con el dedo: Responde, ¿te parece que ella quiera hacerte partir? ¡De ningún modo! dice Juan con risa un poco forzada.

La vegetación baja se componía de plantas silvestres de acre perfume y vida dura, insensibles á las emanaciones salitrosas; nopales, cuyas palas verdes estaban rematadas por frutos rojos; pequeñas pitas de retorcidas puntas que se enredaban unas en otras como tentáculos de pulpos verdes. Admiró Alicia este jardín.

Era la noche, como se ha dicho, escura, y ellos acertaron a entrar entre unos árboles altos, cuyas hojas, movidas del blando viento, hacían un temeroso y manso ruido; de manera que la soledad, el sitio, la escuridad, el ruido del agua con el susurro de las hojas, todo causaba horror y espanto, y más cuando vieron que ni los golpes cesaban, ni el viento dormía, ni la mañana llegaba; añadiéndose a todo esto el ignorar el lugar donde se hallaban.

De pronto, ella, casi gritando, dijo: ¡Ten cuidado, monín! Hasta entonces no había notado don Juan que a pocos pasos delante de la dama marchaba un pequeñuelo, de dos años a lo más, y una muchacha vestida a lo niñera, cuyas ropas mostraban estar sirviendo en casa rica.

Yo murmuré sobre el particular algunas palabras al oído del brigadier; el conserje hubo de apercibirse, y empezó á explicarme las maravillas de aquella piedra, como si quisiese tomar á empresa el persuadirme, en honra del difunto cuyas cenizas nos escuchaban.

Frente a un balcón, abierto sobre las arboledas del jardín, tenía una cama de hierro pintada de verde, y a su cabecera un Crucifijo de torpe talla, de lacia y triste figura; un reclinatorio al pié del lecho; dos estantes de caoba deslucida llenos de libros, y una mesa también cargada de ellos hasta el punto de parecer rebosar, desparramándose por las sillas inmediatas; un modestísimo aguamanil de loza con su jofaina de lo mismo; un armario de pino barnizado, donde se guardaba la sotana de los domingos; una exquisita limpieza en todo, y una apariencia de profunda calma: tal era el cuarto, cuyas vidrieras se abrían antes que ninguna otra de las de la casa, y las que hasta más tarde estaban iluminadas por la lámpara que ayudaba el tenaz trabajo de sus largas veladas.

Y, diciendo esto, enarcó las cejas, hinchó los carrillos, miró a todas partes, y dio con el pie derecho una gran patada en el suelo, señales todas de la ira que encerraba en sus entrañas. A cuyas palabras y furibundos ademanes quedó Sancho tan encogido y medroso, que se holgara que en aquel instante se abriera debajo de sus pies la tierra y le tragara.

Palabra del Dia

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