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Pero, ¿qué ha sido? preguntó sin bajar la voz lo suficiente, olvidándose del sueño de su esposa, pensando cosas muy extrañas. No grite usted, hombre dijo la alemana muy severamente. Bonis acercó el rostro al de su mujer. Duerme dijo Körner. ¡Dios lo sabe! pensó Bonis.

Algunas veces te decir que nosotros, los pobres cómicos, os habíamos pegado a ti y a los tuyos nuestras costumbres alegres, despreocupadas. Todo se pega. También a me habéis pegado vosotros, , , Bonis, sobre todo, vuestras preocupaciones y vuestro temor de la vida incierta, peregrina. Esto de que le lleve a uno el viento de un lado a otro, es terrible. Voy a verte.

La verdad era que si hasta la fecha no había necesitado más dinero que el prestado a Mochi, en adelante, si aquellas relaciones se formalizaban... , era indispensable disponer de cuatro cuartos. Por muy desinteresada que se quisiera suponer a Serafina, y él la suponía todo lo desinteresada que puede ser la mujer ideal (el bello ideal), era indudable que si seguían tratándose y crecía la intimidad, llegarían ocasiones en que alguno de los dos tendría que pagar algo, hacer algunos gastos... y el ideal no llegaba al punto de exigir que pagase la mujer. No, tendría que pagar él. Pero ¿con qué? «Con el dinero que tenía en el bolsillo». Esto le dijo la voz de la tentación, pero la voz de la honradez, antipática por cierto, contestó: «¡Ese dinero no es tuyo!». La guitarra, que seguía hablando al alma de Bonis, se inclinaba al partido de la tentación. La música le daba energía y la energía le sugería ideas de rebelión, deseo ardiente de emanciparse... ¿De qué? ¿De quién? De todo, de todos; de su mujer, de Nepomuceno, de la moral corriente, , de cuanto pudiera ser obstáculo a su pasión.

Bonis a su vez delegaba en Mochi la dirección técnica, y en rigor cuanto entraba en sus atribuciones; de suerte que el empresario y director de la Compañía tronada venía a ser en la nueva Compañía lo mismo que antes había sido, sin más diferencia que la de no exponerse a perder un cuarto y estar sólo a las ganancias, si las había, por pocas que hubiera; que a eso estaba él.

«A este se le ablanda la mollera por culpa mía». Más de una vez, en sus ligeras reyertas de amantes antiguos, pacíficos y fieles, pero cansados, oyó a Bonis hablar de la moral como un obstáculo a la felicidad de entrambos. Lo que nunca pudo sospechar Serafina fue la principal idea de Bonis, la del hijo; y esto era lo que en realidad le apartaba de su querida, del pecado.

Sin querer, Bonis se dijo a mismo muy para sus adentros el sustancioso símil «un rayo que hubiera caído a mis pies, etc.», y por una asociación de ideas, añadió por cuenta propia: «¡Mal rayo me parta! ¡Maldita sea mi suerte!». Hueles a polvos de arroz repitió Emma. Tampoco ahora contestó Bonis en voz alta.

Desde que llegó la carta de Serafina fue la existencia de Bonis de lucha continua consigo mismo; una batalla perenne, como tantas otras que se había dado a propio, siempre derrotado.

Además, esto, Bonis, voy a verte. A ti ya no te importa. Pero a ... todavía . Yo no soy tu mujer; pero eres mi marido. No tengo otro. Si yo hubiera sido la hija mimada del abogado Valcárcel, la bendición que santificó tus amores con otra hubiera caído sobre . No des al azar más importancia que tiene.

Y aquí, al recordar la voz que él había adorado, Bonis estuvo a punto de llorar también. Mas el rostro de Serafina volvió a asustarle.

Bonifacio ocultaba a su mujer que andaba en aquellos tratos, que era el alma de la proyectada fiesta; pero ella supo que el concierto se preparaba, y que su Bonis era factor del holgorio, que iba a ser cosa rica.