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La Gorgheggi extendió un brazo y señaló a lo alto, hacia el coro: Del organista. ¡Ah! exclamó Bonis, como si hubiera sentido a su amada envenenarle la boca al darle un beso.... Se separó del altar; se afirmó bien sobre los pies; sonrió como estaba sonriendo San Sebastián, allí cerca, acribillado de flechas. Serafina..., te lo perdono..., porque a ti debo perdonártelo todo.... Mi hijo es mi hijo.

Körner se acercó al piano y habló en inglés con Serafina; en aquella sazón llegaban Mochi y Bonis del brazo junto a la plataforma, y gracias al carácter expansivo de Minghetti, que medió en el diálogo, y al reconocimiento de Mochi con respecto a Bonis y todos los suyos, y a la habilidad políglota de Körner, pronto hablaron todos juntos, con entusiasmo, mezclándose el inglés, el alemán, el italiano y el español; y Marta estrechó la mano de la cantante, y esta, con una audacia y una gentileza que pasmaron a Bonis, oprimió con fuerza y efusión los dedos flacos de Emma.

En efecto; Emma lo había decretado así. Cierto era que ella misma el día anterior había dicho que no se le hablase de bautizo hasta que al chiquillo le pasara la fluxión de los ojos; pero al despertar aquella mañana y saber que Bonis, sin su permiso, dejándola con la calentura, se había marchado a la aldea a enderezar entuertos, que nunca se le había ocurrido enderezar, se había irritado, y por venganza y considerando que el tiempo estaba templado, había dispuesto, en un decir Jesús, desde la cama, dando órdenes como ella sabía, que el niño se bautizara aquella misma tarde, para que el padre se lo encontrara todo hecho y rabiara un poco.

Bonis se levantó, y contempló a la Gorgheggi dormida: Esa mujer adorada no sabe que yo la soy infiel. Que hay horas de la noche en que me dan un filtro hecho de terrores, de fuerza mayor, de recuerdos, de costumbres del cuerpo, de sabores de antiguos placeres, de olores de hojas de rosas marchitas, de lástima... y hasta de filosofías... negras....

Saborear la mejor perdiz y la mejor lamprea de la plaza y usar con codos y rodillas la mejor batista, y enredar los dedos entre los mejores encajes, y derramar por sábanas, camisas, corsés, medias y pantalones, las esencias más caras, con profusión, causando el asombro de Eufemia, era género de delicia que se aumentaba con la idea de la mala pasada que les estaba jugando a todos aquellos parientes, en particular a Bonis y a su tío.

Pero como había cobrado su dinero, de lo que estaba muy contento, como se había reintegrado, sabía contener su curiosidad, que dejaba paso a la más exquisita prudencia. Allá ellos, se decía, y seguía callando. Rompió el silencio Bonis, diciendo con voz sepulcral: Si usted hiciera el favor de mandar que me sirvieran un vaso de agua. Con mil amores.

Un sietemesino de vida precaria, y gran peligro y grandes pérdidas de la madre... eso era lo que podía producir el viaje a la ciudad si no se tomaban grandes precauciones. Emma chilló, cogió el cielo con las manos, insultó a Bonis, y a Minghetti, y a D. Basilio, ausentes. ¡Ella que creía engañar a la naturaleza! ¡Huía de un peligro y buscaba otro mayor! Pero, ¿por qué no me lo han dicho en casa?

No, y bien mirado, ¿por qué no había de querer aquella perdida a Bonis... en cuanto buen mozo, y rendido, y sano, y servicial? ¿No le había querido ella también? ¿Sería más una cómica que ella... que iba haciéndose una mujer superior?

Además, la relación de los medicamentos a las enfermedades era toda una magia para Bonis, y la idea del veneno y del elixir completa mitología milagrosa e infinitesimal; quiere decirse, que por gota de más o de menos del líquido más anodino, podía, según él, reventar el paciente o ponerse sano en un periquete.

«Y ahora venía otro Reyes. Es decir, algo del espíritu y de la sangre de su padre». Bonis tenía la preocupación de que los hijos, más que a los padres, se parecen a los abuelos. La palabra metempsicosis le estalló en los oídos, por dentro. La estimaba mucho, de tiempo atrás, por lo exótica, y ahora le halagaba su significado.