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Actualizado: 1 de octubre de 2025
Al arrancar la berlina, soltó al fin Margarita la risa, exclamando entre inocentes carcajadas: ¿Pero qué haría en el salón aquella chocolatera?... ¿Pues no te lo he dicho? replicó la Albornoz haciendo coro a las risas de la niña . De seguro que la manda a la kermesse como un bibelot nunca visto; verás cómo no me equivoco.
¿Gracias?... ¡Ay, madre Larín, qué mundo, qué mundo!... ¡Ojalá y sólo se gastara el dinero en cosas semejantes!... Entró en la berlina... Verdaderamente que aquella idea debía de venir del cielo, porque era Lilí, un ángel del Señor, quien se le había inspirado.
Llegaba siempre al faubourg Poissonnière en una preciosa berlina tirada por un caballo de ciento cincuenta luises... Y era de ver la cara que ponía Ambrosio Thomas... ¡Decadencia y corrupción! decía levantando los brazos al cielo.
¿No hay ningún carruaje? Hay la berlina; pero faltan los caballos... Aguarde usted un poco, voy a ponerle las varas, y engancharemos la jaca del señorito Pablo... No respondo de que tire. ¡De prisa, de prisa! Todo lo más que pudo, Pachín hizo lo que decía. Ventura se metió en el coche, y partieron.
Las amiguitas, que habían sabido algo, y nunca tenían qué censurar en Ana, aprovecharon este flaco para ponerla en berlina delante de los hombres, y a veces lo consiguieron. No se sabía quién pero se creía que Obdulia había inventado un apodo para Ana. La llamaban sus amigas y los jóvenes desairados Jorge Sandio.
Oyó que don Álvaro se despedía con una voz temblona y muy humilde. ¿Irá usted al teatro? No, de fijo no contestó la Regenta, cerrando detrás de sí la puerta y entrando en el patio. A las ocho en punto, la berlina de la Marquesa venía arrancando chispas por las mal empedradas calles de la Encimada; llegaba a la Plaza Nueva y se detenía delante del caserón arrinconado.
A las nueve en punto de la noche, en la calle de Fuencarral, esquina a la de las Infantas, Miguel esperaba a la generala, que debía cruzar en un coche de alquiler. Así lo habían convenido. El coche se detuvo. ¡Con qué emoción placentera abrió nuestro joven la portezuela de la berlina y se sentó al lado de Lucía! El cochero esperaba órdenes.
Parece extranjera. Será mujer de algún diplomático. Al salir del palacio la vio en la acera, disponiéndose a subir en una berlina. Un ujier del Congreso sostenía la portezuela con el respeto que inspira el coche oficial, el galón de oro brillante en el sombrero de los cocheros. Rafael se aproximaba, creyendo todavía a la vista de aquel carruaje en una asombrosa semejanza.
Y con mezcla de solemnidad y enternecimiento, añadió, clavando en ella sus expresivos ojos : ¡Cristeta..., júramelo..., por tu hijo! Bien; te lo juro por el niño, y ten prudencia, por la Virgen del Carmen. Corrió hacia el coche, y don Juan se quedó mirándola embelesado. Al arrancar la berlina se asomó a la ventanilla fingiendo que se incorporaba para acomodarse en el asiento.
Su propósito era seguirlas; pero apenas pisaron la calle se metieron en el coche que estaba aguardando. No debió de quedarse tan triste ni asombrado aquel hidalgo de la leyenda que vio ante sus ojos pasar su propio entierro, como quedó don Juan mirando alejarse rápida mente la berlina Cristeta iba encogida y como acurrucada en el fondo del coche, medrosa por lo que acababa de hacer.
Palabra del Dia
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