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Actualizado: 15 de mayo de 2025
Juanito huyó de aquella pillería, cuya mirada insolente y burlona nada bueno presagiaba, y siguió por el camino de ronda, sumiéndose al poco rato en sus tristes reflexiones. Volvía a caminar automáticamente, sin fijarse en las personas que pasaban junto a él. Llevaba abiertos los ojos, miraba a todas partes, y nada veía.
Le presentó Artegui en silencio el brazo, y ella, dudosa al pronto, aceptó por fin, caminando ambos automáticamente en dirección al hotel. La mañana, un tanto encapotada, prometía temperatura menos cálida y más grata que la de la víspera. Corría regalado fresquecillo, y tras del celaje brumoso adivinábase la sonrisa del sol, como suele columbrarse el amor al través del enojo.
Los espías también podían ser obsequiosos con sus suegras... Sin darse cuenta, Krilov, automáticamente, volvió a la casa donde había entrado la estudianta, y ni aun lo advirtió. Sólo sabía que era tarde, que estaba rendido y que tenía ganas de llorar, como un colegial castigado. Luego alzó los ojos, miró la casa y la reconoció. «¡Sí, es la maldita casa! ¡Qué aspecto más desagradable!»
La muerte se le aparecía como algo dulce y triste que podía solucionar todas las contrariedades de su existencia. Automáticamente se metió en su camarote, tomando muchos objetos de un modo instintivo, sin que su razón pudiese definir por qué hacía esto. Al volver á la cubierta, ya no vió á los grupos de pasajeros. Todos estaban en los botes.
Algo le decía ahora con acento imperioso. Le empujaba, y él obedecía automáticamente. Olvidaba las ilusiones de futura felicidad que se había forjado momentos antes, y el ataúd coquetón, aquel féretro de raso blanco y bordados de oro, parecía brillar ante él, como un astro que le iluminase con su camino. Abríase su tapa, mostrando el interior mullido y acolchado como el de una caja de dulces.
Su orgullo consistía en ser un «buen preso», imitando los gestos y la impasibilidad de los veteranos del crimen que estaban abajo; en conocer los toques de corneta y moverse automáticamente, cual si llevase varias campañas y viviera en la casa como en su propio elemento. Saludó al empleado llevándose la mano a la cabeza y quedó inmóvil.
Al llegar, su motor lanzaba tres rugidos, é inmediatamente descendía de lo alto un cable con dos ganchos que sujetaban automáticamente el plato. Una grúa fija en el borde de la mesa subía el enorme redondel de metal repleto de viandas humeantes. Varios hombres de fuerza se agarraban á sus bordes al verlo aparecer, empujándolo hasta las manos del coloso.
Después de su llegada, del ruidoso recibimiento en la estación, de los vítores y música hasta ensordecer, apretones de manos aquí, empellones allá, y una continua presión de más de mil cuerpos que se arremolinaban en las calles de Alcira para verle de cerca, era el primer momento en que se contemplaba solo, dueño de sí mismo, pudiendo andar o detenerse a voluntad, sin precisión de sonreír automáticamente y de acoger con cariñosas demostraciones a gentes cuyas caras apenas reconocía.
Y el atleta, por encima de la gente, agarraba al chiquillo con una mano que parecía una garra. Le asía del primer sitio que encontraba; elevábale hasta el nivel del santo para que besase el bronce y lo devolvía como una pelota a los brazos de su madre. Todo con rapidez, automáticamente, dejando un chiquillo para coger otro, con la regularidad de una máquina en función.
A las pocas frases de la letanía, los jornaleros, aburridos de la ceremonia, con el cirio hacia abajo, contestaban automáticamente, imitando unas veces el ruido del trueno y otras un chillido de vieja, que hacía a muchos de ellos llevarse el sombrero a la cara. ¡Sancte Jacobe! cantaba el sacerdote.
Palabra del Dia
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