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El 2 de febrero, a las diez de la mañana, el atildado notario calentábase tristemente los pies y contemplaba horrorizado aquella peonía florida en medio de su rostro, cuando un alegre tumulto conmovió toda la casa. Abriéronse las puertas con estrépito, de los pechos de todos los criados escapáronse gritos de alegría, y se vio aparecer al doctor, trayendo de la mano a Romagné.

Escuchad lo que iba diciendo entre dientes el atildado notario de la calle de Verneuil: ¡Maldita aventura! ¡Que me lleve el diablo si sospechaba siquiera que le hubiese dado derechos a este animal de turco!... porque, ¡vaya si lo es!... Pero, ¿por qué no me habré puesto las gafas?... Parece que le he pegado un puñetazo en la nariz... , sin duda: su tarjeta está manchada de sangre, y mi mano lo está también.

Hombre, por lo demás, agradable, como todos los egoístas; estimado en el Palacio, en el círculo, en la cámara de notarios, en las conferencias de San Vicente de Paúl y en la sala de armas; buen tirador de punta y de contrapunta; excelente bebedor y amante generoso, mientras tenía el corazón interesado; amigo fiel de los hombres de su rango; acreedor bondadoso, mientras cobraba los intereses de su capital; delicado en sus gustos, atildado en el vestir, limpio como un luis de nuevo cuño, y asiduo concurrente los domingos a los oficios de Santo Tomás de Aquino, y los lunes, miércoles y viernes a la Opera: hubiera sido el más perfecto gentleman de su época, así en lo físico como en lo moral, a no ser por una deplorable miopía que le condenaba a usar gafas. ¿Será necesario agregar que sus gafas eran de oro y las más finas, ligeras y elegantes que salieron jamás de los talleres del celebre Mateo Luna, del muelle de los Plateros?

El libro de Montalvo, no obstante, es la obra de un hombre de gran talento, del más atildado prosista que en estos últimos tiempos ha escrito en lengua castellana, y de un hombre, por último, de imaginación briosa y rica. Su libro merece ser examinado y juzgado, pero no caben en este articulo ni el examen ni el fallo. Quédense, pues, para otro día, si alguien muestra curiosidad por conocerlos.

Y a pesar de su odio contra la civilización europea y a pesar de su vida y hábitos de gaucho, se allanaba y se resignaba, con naturalidad y sin esfuerzo, a aparecer, en la vida y trato de las ciudades, como un caballero atildado, pulcro y bien vestido, ya de frac, ya de levita, a la última moda, con botas de charol, y por las noches con corbata blanca y guantes amarillos o lilas.

La gente más fina de aquella vecindad, o la que más procuraba serlo, era la familia del cura, y estas dos sobrinas eclesiásticas se esforzaban en hacer contrastar su lenguaje atildado con el de su hermosa vecina. «Pero ¿no sabes, hijo, lo que me han dicho hoy? prosiguió Fortunata conteniendo la risa . ¡Ay qué gracia!... Te lo contaré para que te rías.

Por no tener vicio alguno, no fuma, y también porque el fumar le parece plebeyo, apestoso, impropio de un Castell-Bourdac y en plena disonancia con el ideal del atildado y noble cortesano del antiguo régimen tal como él se le representa. El Barón no debe nada a nadie y nadie puede jactarse de que él le haya pedido dinero prestado. Cada día come en una casa distinta.

Otra cosa eran las artes del dibujo, y en este punto el atildado pendolista no vacilaba en sostener que con la pluma hacía, si no prodigios, arabescos muy agradables; el arabesco era su dibujo favorito, porque se enlazaba con sus facultades de escribiente, y además también tenía cierto parecido con la música por su vaguedad e indeterminación.

Por el ramal opuesto subía al mismo tiempo un viejo gordo, con la barba blanca muy recortada, hablando vivamente con otro viejo flaquito, muy atildado y pulcro; el gordo vestía sencilla levita abrochada, y el flaco, uniforme de teniente general con sus accesorios de gala.

Para excitar su caridad, para pedir consejo o auxilio, toda criatura humana, por miserable y desvalida que fuese, podía llegar hasta ella, segura de que ella le tendería sin repugnancia sus blancas y piadosas manos, como las de Santa Isabel, reina de Hungría, sobre la inmunda cabeza del tiñoso; pero, si Poldy había de recibir a una persona en su estrado y conversar familiarmente con ella, esta persona necesitaba contar, entre sus ascendientes, héroes y príncipes, y ser además por atildado, culto y perfecto dechado de cortesía, de discreción, y de otras mil raras prendas.