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Actualizado: 13 de junio de 2025
Seguro estoy de que no serían mis contemporáneos los que en esta exposición presentasen más arrugas en el alma. Por lo demás, amigo mío, pobres teníamos y pobres tienen ustedes; ricos avaros existían junto á ellos, y ricos insaciables existen.
Dos gruesas lágrimas se desprendieron de los ojos del anciano sacerdote, rodaron lentamente sobre sus mejillas, y vinieron a perderse en las arrugas de su rostro. Sin embargo, el cura explicó a Juan que, aunque poseedor de la herencia de su padre, no tenía aún el derecho de disponer de ella a su antojo. Habría un consejo de familia, y le darían un tutor. Vos, sin duda, mi padrino.
La luz cruda hacia resaltar todos los detalles de una belleza marchita: el rostro con leves arrugas en plena juventud, el círculo de palidez amarillenta en torno de los ojos, el rosa anémico de los labios, el tinte verdoso de la tez, que no habían conseguido borrar los extraordinarios cuidados de tocador de esta mañana.
El mueblaje, que presenta huellas de las generaciones pasadas, es viejo y está un poco ajado, pero a mí me gusta tal como es. En cada una de sus arrugas se escribe la edad de un matiz claro, o en algo más rapado.
LA CHOUTE. ¡Es preciso...! Para las arrugas de la frente, el cirujano le hará a usted ahí, bajo los cabellos, a derecha e izquierda, dos incisiones, cortará dos pedazos de piel y coserá; para las arrugas del cuello, le hará otras incisiones detrás de las orejas. LA CHOUTE. ¿Quiere usted ser amada, señora...? ¡Entonces, sométase a lo inevitable...! ¡De lo contrario, déjese dominar por la vejez...!
Nadie sabía servir a los amigos con tanta eficacia como Pez, de donde le vino la opinión de buena persona. Nadie como él sabía agradar a todos, y aun entre los revolucionarios tenía muchos devotos. Su carácter salía sin estorbo a su cara simpática, sin arrugas, admirablemente conservada, como ciertas caras inglesas curtidas por el aire libre y el ejercicio.
Su piel, surcada por las arrugas, tenía el brillo de una eterna humedad, como si el vino volatilizado penetrase por todos sus poros y se escurriese por el borde de su bigote en forma de lágrimas.
Bruscamente llevó la mano a la mesa de noche, encendió la bujía y saltó de la cama: acercose al espejo y se contempló largamente, repasando con el dedo todos los rincones del rostro para cerciorarse de que no existían las temidas arrugas. Un gemido que sonó detrás le hizo volver la cabeza. Levantó la bujía y clavó una mirada recelosa en su hija, tendida en el suelo y tiritando. La niña no dormía.
Eran versos disparatados e ingenuos en honor del «Cicerón español», del «paladín de la fe y las tradiciones»; testimonios de entusiasmo de algunos curas de misa y olla, que, al venir a Madrid, no habían querido tornar a sus pueblos sin ver la tumba de su grande hombre. El hule caído parecía reírse con sus arrugas de tales elogios, que sonaban a falso en este abandono. Maltrana examinó las firmas.
Ni en la frente, ni en la boca se descubrían aquellas desagradables arrugas que son revelación de un alma falsa o llena de complicados sentimientos. Decididamente, la señora Liénard no tenía nada de una Dalila. Cerró bruscamente el abanico, se inclinó un poco hacia Delaberge y dijo: ¿De manera que ha vivido usted en Val-Clavin? Sí, señora; viví dos años. ¿Hace mucho tiempo?
Palabra del Dia
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