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Actualizado: 21 de julio de 2025
La frente arrugada, los ojos serios, volvió a pasar el puente y marchó por el monte a paso más vivo. Los árboles se hicieron cada vez más raros y más bajos, la maleza obstruía los senderos. En algunos sitios libres crecían el tomillo y el romero. Acometida de un fuerte enternecimiento al recuerdo de su marido arrancó algunos puñados y se los llevó a la nariz con los ojos mojados de lágrimas.
Unos eran altos, delgados, con una esbeltez angulosa; otros, cuadrados y fornidos, con el cuello corto y la cabeza hundida entre los hombros. Estos últimos habían perdido sus adiposidades en un mes de campaña, colgándoles la piel arrugada y flácida en varias partes del rostro. Todos llevaban la cabeza rapada, lo mismo que los soldados.
En verdad, parecía que acogía con gusto la muerte en vez de temerla, pues cuando oyó que se encontraba en tan crítica situación, una débil sonrisa se dibujó en su pálida cara arrugada, y observó: Todos tenemos que morir; así, pues, lo mismo da que sea hoy que mañana.
Encontré una cantidad de cartas de mi pobre madre, que le había escrito hacía años, cuando andaba navegando, pero nada más, salvo esto. Y sacó de su bolsillo una pequeña carta de juego, manchada y arrugada, un as de copas, sobre la cual había escritas ciertas mayúsculas cabalísticas, en tres columnas.
¡Pobre doña Pepa!... Ferragut sintió deseos de reír y de llorar al recibir un beso de su boca arrugada, cuyo vello se había convertido en púas. Fué un beso de beldad vieja que se recuerda al contacto de un buen mozo; un beso de mujer infecunda que acaricia al hijo que pudo tener. ¡El infeliz Carmelo!... Ya no escribe; ya no lee... ¡Ay! ¿qué será de mí?...
Pero el ermitaño, cuya barba era más blanca que la nieve, cuya piel estaba más arrugada que una pasa, y cuyo cuerpo se asemejaba a un consunto esqueleto, echó sobre ellas una mirada penetrante con unos ojos, aunque hundidos, relucientes como dos acuas, y dijo con voz entera, alegre y suave: Gracias al cielo que al fin estáis aquí. Cien años ha que os espero.
Mi madre había sido casada á los quince años, y tocaba yo á los veintidós cuando vino al mundo mi hermana, mi pobre Elena. Poco tiempo después de su nacimiento, saliendo mi padre una mañana con la frente arrugada del cuarto en que mi madre se consumía, me hizo señal para que le siguiera al jardín; después de haber dado dos ó tres vueltas en silencio.
Tenía la hoja arrugada, y el tono verde, antes tan lustroso, era ahora de una amarilla transparencia. Le faltaba el riego, la tanda que le había robado Pimentó con sus astucias de mal hombre, y no volvería á corresponderle hasta pasados quince días, porque el agua escaseaba. Y encima de esta desdicha, todo el rosario condenado de libras y sueldos de multa. ¡Cristo!...
El hecho mismo de que Burton Blair, habiéndome ocultado su amistad si es que existía amistad con este vigoroso monje, de cara bronceada y arrugada, me hacía abrigar contra él una especie de vaga desconfianza. Y, sin embargo, cuando recordaba el tono de la carta que le había escrito a Blair, ¿cómo podía dudar de que su amistad, aun cuando secreta, no fuese real y sincera?
Los solemnes ojos del enfermo miraron los de la mujer con una expresión verdaderamente desusada. La vida y la inteligencia parecían luchar para volver a aquella tosca y arrugada cara. Magdalena volvió otra vez sobre nosotros sus negros ojos y sus blancos dientes sonriéndose con una elocuencia singular. ¿Este pobre impedido es?... preguntó el juez con indecisión. Juan dijo Magdalena.
Palabra del Dia
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