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Al oír esto, la cara arrugada del viejo se iluminó con una severa sonrisa, y observó: No hay duda, hará una espléndida conquista matrimonial. ¡Ah! si usted pudiera conseguir que le dijera todo lo que sabe, lo pondría en posesión del secreto de su padre. ¡Qué! ¿acaso ella lo conoce? exclamé. ¿Está usted seguro de eso? Lo estoy; ella sabe la verdad. Pregúnteselo.

Todos se volvieron y divisaron a la infeliz oruga humana, envuelta en un mantón viejísimo, con una gorra de lana morada, que aumentaba el tono de cera de su menuda faz, arrugada y marchita como la de un anciano por culpa de la mala alimentación y del desaseo. Sus ojuelos negros, muy abiertos, miraban en derredor con vago asombro, y de sus labios fluía un hilo de baba.

Todos estaban marcados con un sello de decrepitud, que obligó a la condesa de Cotorraso a decir de pronto: Aquí, al parecer, no trabajan más que los viejos. El director sonrió. Parecen viejos; pero no lo son, señora. ¡Pero si todos tienen la piel arrugada, los ojos hundidos y apagados!... No importa; ninguno de ellos llega a cuarenta años. Los que trabajan aquí son mineros que ya no pueden bajar.

Sin embargo, cuando reflexioné un momento después que el sobre había sido especialmente dirigido a ella, comprendí que su contenido había sido destinado expresamente para que sólo sus ojos lo vieran. ¿Ha descubierto algo que la ha trastornado? le pregunté, mirando fijamente su cara pálida y arrugada. Espero que no sea nada muy desconcertador.

La piel de la frente era amarilla y arrugada como las hojas de un incunable; y mientras hablaba, esta piel se movía rápidamente y se replegaba sobre las cejas formando una serie de círculos concéntricos alrededor de los ojos, que remataban en semejanza con un lechuzo. Vestía de negro, y en la cabeza llevaba una gorrilla de terciopelo.

Pero ninguno es mas eficaz que el carbonato de cal para devolver á la piel arrugada su flexibilidad y su suavidad, y al cuero cabelludo los cabellos que se caen.

La bruja, arrugada, de ojillos malignos, que no podía atravesar la plaza del pueblo sin que los muchachos la persiguieran a pedradas, se quedó sola en su casucha de las afueras, ante la cual no pasaba nadie por la noche sin hacer la señal de la cruz. Pepet sacó a Marieta de aquel antro, satisfecho de tener como suya la mujer más hermosa del distrito. ¡Qué manera de vivir!

Pequeño, negruzco y de pobre musculatura, una cicatriz tortuosa y mal unida cortaba cual blancuzco garabato su cara arrugada y flácida de viejo. Era una cornada que le había dejado casi muerto en la plaza de un pueblo, y a esta herida atroz había que añadir otras que desfiguraban las partes ocultas de su cuerpo.

Mis cabellos están blancos y rígidos, mi piel árida y arrugada, mi boca contraída. Y luego estoy flaco, muy flaco. Debajo de mi piel, que me viene muy ancha, se pueden contar mis ligamentos y mis arterias. ¡Ah! sin duda estoy loco... ¡loco! ¡Bah! no hay que afligirse por eso.

Encendió luz, apartó de la colcha pesada y sus formas de Venus, algo flamenca, se revelaron exageradas bajo la manta de finísima lana de colores ceñida al cuerpo. La colcha quedó arrugada a los pies. Aquellos recuerdos de la niñez huyeron, pero la cólera que despertaron, a pesar de ser tan lejana, no se desvaneció con ellos.