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Actualizado: 1 de octubre de 2025
Misterioso como nunca pareciole ahora el extraño monumento dorado y azul de los Mártires. Bajó a la cripta. La milagrosa imagen estaba rodeada de cirios ardientes. Dos mujeres, echadas de pechos en el suelo, gemían hacia un rincón, cubiertas completamente por sus mantos, haciendo pensar en dos enormes murciélagos moribundos.
Te lo repito, Juan, eran sus más ardientes votos; no puedes haberlo olvidado. No, no lo he olvidado; pero si mi padre me ve, y si me oye, estoy seguro que me comprende, y me perdona, pues es por él... ¿Por él?...
Ahí están las llaves... quizás se nos ocurra alguna idea. Juan descuelga el manojo de llaves y la sigue al patio, donde el sol del mediodía lanza sus rayos ardientes. Abre el molino dice Gertrudis. Allí hace fresco. El obedece; y ella sube de un salto los escalones y entra en la penumbra de la sala, donde reina el silencio del domingo.
Por esto debe ser puesto entre lo más precioso que han hablado nuestros personajes, y reproducido con integridad para que sea edificación de nuestros lectores, como lo fue de Doña Hermenegilda, que tuvo el honor de hallarse presente en aquel palique. Una tarde, después de comer, hicieron ambos elogios muy ardientes de un exquisito guisado de palomas silvestres que les puso Doña Hermenegilda.
La ciudad de Honda es el límite ó centro de dos regiones enteramente distintas: hácia el sur y el oriente las admirables comarcas del alto Magdalena; hácia el norte las soledades infinitas, los desiertos ardientes y la monótona uniformidad del bajo Magdalena.
Contento estaba Cervantes con su buena aventura, que tan en claro le había puesto el encendido amor en que por él ardía doña Guiomar, y parecíale que ya su vida y su alma habían encontrado buen empleo, y la codicia de ver de nuevo a doña Guiomar le aquejaba, y de gozar otra vez de sus ardientes miradas, de las que para él se la salían del alma; pero temía, si iba, no le obligase ella con juramento a que nada intentase contra aquel enemigo de sus padres y suyo, que de tal modo había perseguido a su madre y a ella la perseguía.
Pablito, inclinado, sumiso, la vertía al oído frases ardientes e ingeniosas como éstas: Ayer cuando venía de Tejada, la he visto a usted con su papá, tan guapetona como siempre. ¡Qué guasón! También yo le vi. Venía usted en coche abierto. Guía usted muy bien. Es favor, Carmencita. Guiar ahora esos caballos no tiene nada de particular, lo hace cualquiera. ¡Si los viera usted cuando los compré!
Carnicero, y en ellas trataba de hacerse pasar por uno de los más ardientes devotos de la causa del Altísimo, no estaba resueltamente decidido a embarcarse de un modo definitivo en tan arriesgado golfo.
EL GITANO. Nunca me perdonaría el hacer esperar a su señoría. Adiós, amigo mío. EL SACERDOTE. Aun no le dejo. BLASILLO. Adiós, comandante; usted será vengado, pero de una manera terrible; todo ese populacho pagará lo que hace. Ahora, muera usted; porque yo puedo presenciar su muerte sin palidecer. JUANA. .¡Virgen Santa! ¡sabes que ese joven de los ojos ardientes ha hablado al gitano!
Y se asomó a la ventana para respirar, pero, como rechazado por una fuerza invencible, se alejó con horror, y se apoyó sobre el borde de su cama. Sus ojos estaban rojos y ardientes; su mirada, largo tiempo fija, se veló poco a poco; y sucumbiendo a la fatiga y a la agitación, sus ojos se cerraron. Al principio resistió al sueño, después cedió...
Palabra del Dia
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