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Pero aquella risita se apagó al cabo. Sintió un desasosiego extraño, cierto abatimiento que hizo flaquear sus piernas. Detúvose un instante: le acometieron deseos de volverse y espiar de nuevo a la pareja que dejaba allá en el Campo de los Desmayos. El temor de ser notada la contuvo.

Pero ella no quiso oír estas palabras. Se metió en la cama y apagó la luz. Sus ojos quedaron abiertos en la oscuridad. Las horas, sonando con sus cuartos y medias melancólicamente en el reloj de la catedral vecina, no consiguieron cerrarlos. Eran dos lámparas misteriosas que sólo daban luz hacia dentro, alumbrando mil cosas siniestras y punzantes.

El reloj de la catedral dio las doce. Se abrió la puerta del salón y pasaron dos bultos. Las pisadas las apagó en seguida la alfombra. Por toda claridad la poca de la calle, producto de la luna nueva y de un farol de enfrente, adulación del municipio nuevo a la casa del Marqués.

No se sabe como rodó la conversación hacia un cierto apurillo que había, por la mucha calma de un pícaro administrador... Cuestión de dos o tres días... ¿Cómo negar este favor a quien se había portado tan bien? Rosalía creyó que se arrancaba un pedazo de sus entrañas cuando se le fueron de entre las manos aquellos diez duros con que apagó la sed metálica de su amiga. Pero no había más remedio.

Quiroga fijó en él sus ojos atrevidos, y dijo con su eterna sonrisa irónica: Es la historia de siempre. En la gota de agua, como en el mar, como en todas partes, el pez grande se traga al chico. La sonrisa del duque se apagó. Dirigió una mirada oblicua al médico, que no apartó la suya fija y misteriosa, y dijo bruscamente: Creo, señoras, que deben ustedes ir aburridas de ciencia.

Me importa poco. Podrá suceder... Me importa menos. Adiós dijo precipitadamente la condesa. ¿Por qué?... Suenan pasos, y se ven luces dijo la de Lemos . Si nos encontraran aquí juntos... Quevedo apagó la luz de la condesa de un soplo, y luego sopló su linterna. ¿Qué hacéis? dijo la condesa, que se sintió asida por la cintura y levantada en alto. Desvanecerme con vos á fin de que no nos vean.

Todavía estaba en la mesa, en el mismo lugar en que Olga la apagó para sumirse en la noche eterna. El recipiente de vidrio estaba todavía lleno de petróleo; su dueño se había dado prisa para entregarse al descanso. Con precaución, levantó el tubo para encender la mecha; la llama, atenuada por la pantalla, iluminó con un resplandor apacible y suave el espacio silencioso.

Siguió hablando, y á las pocas palabras se apagó la chispa alegre é irónica que danzaba en las pupilas de la Torrebianca. Sus ojos sólo expresaron un ávido interés, que fué creciendo por momentos. Moreno relató cómo Pirovani le había confiado toda su fortuna, nombrándole tutor de la hija única que tenía en Italia.

La sangre de doña Ana circuló con fuerza, ardió, la dieron fuertes latidos las sienes y el corazón; se nublaron sus ojos... Era la hora de la cita; resonaron inmediatamente pasos en la calleja; doña Ana escuchó con toda su vida apoyada en el alféizar de la ventana que daba sobre el postigo; luego resonó una llave en aquel postigo; la alegría dió fuerzas á doña Ana; la esperanza valor; se retiró precipitadamente de la ventana; tomó la luz que había en la habitación, y entró en otra que era su dormitorio; de allí pasó á otra que era su cámara; allí encendió una linterna de resorte que tenía preparada, la cerró, la puso sobre una mesa, apagó la bujía y se quedó á obscuras esperando impaciente en medio de la cámara.

Corrió hacia el interior del carromato y vio que Guillermito dormía descansadamente y no quiso despertarlo; un momento después oyó la misma apagada voz que repetía: ¡Madre! volvió al carruaje, se inclinó sobre el pequeñuelo y recibió su aliento en la cara, y otra vez lo arropó como pudo y volvió a emprender la marcha a su lado, pidiendo a Dios que lo curase, y con los ojos levantados al cielo, oyó la misma voz, ya exánime, que por tercera vez la llamaba: ¡Madre! y en seguida una grande y brillante estrella cruzó el espacio, apartándose de sus hermanas, y se apagó, y presintió lo que había sucedido y corrió al carromato otra vez, tan sólo para estrechar sobre su dolorido corazón una carita desencajada y fría como el mármol.