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Por la fuente de plata que os habéis traído. ¿Y comió mucho la reina? ¡Quia! no... ni el padre Aliaga... ¿Y te has comido las dos?... . Ven, hijo mío, ven... ven á las cocinas... voy á darte aceite, que es bueno para que arrojes... ¡Oh! ¡Dios mío!... Tengo ansias, tío... El bufón asió al mozo y le arrastró consigo.

Pocos se guardaban, pues, de hablar secretos en su presencia; pero si alguno lo hacía y llegaba a notarlo, le acometían tales ansias y congojas por conocer lo que le ocultaban, que no dormía, ni descansaba un momento; andaba pálida, ojerosa, se hacía grosera, intratable.

Padecí también furor de homicidio, y por poco mato a mi tía y a Papitos. Siguieron luego depresiones horribles, ganas de morirme, manía religiosa, ansias de anacoreta, y el delirio de la abnegación y el desprendimiento...

Abalanzóse a ella Jacobo con grandes ansias, y sin mirar apenas el sobre, rasgólo en dos pedazos... Currita le devoraba con la vista, mas no pudo notar en su rostro señal de gozo ni satisfacción alguna; observó tan sólo una gran ansiedad mientras leía, y luego una honda preocupación que le duró toda la comida.

Quedaron remachados los clavos de su cadena. ¡Era suya, enteramente suya! Este pensamiento barrió hasta las últimas nubes que oscurecían su alma. Quedó en una dulce quietud, en un íntimo recogimiento de dicha; le acometieron ansias locas de humildad. ¿Qué le importaba á ella por el mundo? ¿Qué le daba á ella el mundo? Quien la hacía feliz era él. Á él debía, pues, obedecer; él era su rey y señor.

El sol relucía iracundo en las alturas con grandes ansias de reducir á cenizas todos los verdores del valle. El viento perezoso no les daba ayuda con leve y fresco soplo siquiera. Los árboles, las hierbas, las plantas y las flores sufrían á pie firme aquel chubasco de rayos con dignidad y resignación.

Tuvo fuerzas para decir: Gracias, muchacho: voy á dar un corto paseo mientras el señor conde se levanta. Así que se alejó algún trecho, retoñaron con más fuerza sus ansias.

Al principio nuestro joven iba dos veces por semana a pasar un ratito después de la oficina a casa de D. Pantaleón. Poco después, un día y otro no; luego, todos los días. Esto sin perjuicio de verse y hablarse diariamente en el café del Siglo y de las salidas extraordinarias a misa y a tiendas, en que casualmente se tropezaban. Pero no bastaba todavía a calmar las ansias amorosas del escultor.

Puntas de hierro candentes le pinchaban por la espalda, las manos le temblaban como si le pidieran una estrangulación con que calmar sus ansias; un calor insoportable le subía de las piernas al cerebro. Las tinieblas se espesaban, le envolvían en una atmósfera tibia, sofocante, como si se hallase en un subterráneo.

Sentía un placer inmenso, un deleite casi sensual, en sumergir la mirada en aquel aire transparente y límpido; me acometían vagos anhelos, ansias indefinibles que me producían una especie de desvanecimiento. Por un instante, se me borró hasta la noción de la existencia, hasta el pensamiento de Gloria, que tenía a cuatro pasos de distancia.