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Actualizado: 27 de junio de 2025
Un jinete acababa de surgir de una callejuela inmediata. Era Flor de Río Negro. Por una afinidad misteriosa que más bien era una repulsión, Elena adivinó su presencia antes de verla con sus ojos. Sin esperar á que el caballo hiciese alto, la intrépida amazona se deslizó de la silla. Luego fué aproximándose, con la torpeza del jinete que extraña el contacto del suelo: Señora, una palabra nada más.
Vió á Celinda que celebraba su broma tirando del lazo; y para no ser derribado, tuvo que marchar hacia la amazona.
Celinda entró en la habitación con falda de amazona, dió un beso á su padre y saludó á don Roque. Aprovechando éste los breves momentos en que desapareció el estanciero para volver con una caja de cigarros, dijo á la joven, mirando maliciosamente su falda: Por el campo va usted vestida de otro modo. Sonrió Celinda, amenazándole después con un ademán gracioso para que guardara silencio.
Algunos médicos se enfadan; encuentran frívolo esto... Pero lo que yo digo: ya que hemos de morir, muramos con un poco de poesía, rodeados de algo que nos recuerde la belleza de lo que perdemos. Esto no hace mal á nadie. Lubimoff siguió su camino, pero con menos ligereza. Esta amazona de la caridad parecía haber desgarrado el velo rosa que alegraba su visión.
En el segundo tramo dio un tropezón. ¡Oh, se conoce que no estás acostumbrado!... Te vas a lastimar; dame la mano que yo te guiaré. Tomó la mano de la niña, que era pequeña, pero firme y segura como la de una amazona.
Llegó á ser la primera en el gimnasio. Saltó horas y horas el caballo de madera, con un volteo incansable, riendo de este ejercicio pueril con la superioridad de una amazona acostumbrada á ponerse de pie sobre caballos en pelo, apeándose y volviendo á subir en el animal sin que éste detuviese su carrera.
María Calderón, poco después del nacimiento de este hijo , para expiar las faltas de su vida anterior, entró en un convento de monjas, en donde, estimada generalmente, llegó á la dignidad de superiora. Bárbara Coronel, llamada la Amazona, porque, descontenta de la debilidad de su sexo, se vestía de hombre casi siempre, viéndosele de ordinario á caballo.
¡Una saltimbanqui! exclamó la madre de Pablo, ¡yo prefería la mendiga! Y mientras Rogerio me contaba esta historia del Petit Journal, yo veía venir desde el fondo de una galería a la amazona del circo, envuelta en un maravilloso conjunto de raso y encajes, y admiraba sus hombros, su deslumbradora garganta sobre la cual se mecía un collar de brillantes, grandes como tapones de botella.
La dama contemplaba sus sombras confundidas avanzando sobre la mágica luz de la pradera, con el cabeceo de una lenta marcha. Parece que vivimos en otro mundo murmuró , un mundo de leyenda: algo así como las praderas que se ven en los tapices. Una escena de libros de caballerías: el paladín y la amazona que viajan juntos con la lanza al hombro, enamorados y en busca de aventuras y peligros.
Había hecho esfuerzos por no acordarse del pasado; pero la más insignificante circunstancia, el paso por un camino en el que había galopado junto a la hermosa amazona, el encuentro en la calle con una inglesa rubia, el trato con aquellos señoritos de Sevilla que eran sus parientes, todo resucitaba la imagen de doña Sol. ¡Ay, esta mujer!... No encontraría otra como ella.
Palabra del Dia
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