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Actualizado: 14 de julio de 2025


SANCHO. Emperador soberano, Invicto Rey de Castilla, Déjame besar el suelo De tus pies, que por almohada Han de tener a Granada Presto, con favor del cielo, Y por alfombra a Sevilla, Sirviéndoles de colores Las naves y varias flores De su siempre hermosa orilla. ¿Conócesme? REY. Pienso que eres Un gallego labrador Que aquí me pidió favor. SANCHO. Yo soy, señor. REY. No te alteres.

Con efecto citó al tribunal al hebreo, y habló al juez en estos términos: Almohada del trono de equidad, yo soy venido para reclamar, en nombre de mi amo, quinientas onzas de plata que prestó á este hombre, y que no le quiere pagar. ¿Teneis testigos? dixo el juez.

En un rincón del cuarto había dejado Petra olvidados los zorros con que limpiaba algunos muebles que necesitaban tales disciplinas; y pensando ella misma en que estaba borracha... no sabía de qué, Ana, desnuda, viendo a trechos su propia carne de raso entre la holanda, saltó al rincón, empuñó los zorros de ribetes de lana negra... y sin piedad azotó su hermosura inútil una, dos, diez veces.... Y como aquello también era ridículo, arrojó lejos de las prosaicas disciplinas, entró de un brinco de bacante en su lecho; y más exaltada en su cólera por la frialdad voluptuosa de las sábanas, algo húmedas, mordió con furor la almohada.

Puede uno perseguirlas toda la vida sin tener buen éxito nunca. Un día afirmó que la enfermera era la querida del guarda y había tenido con él un niño, a quien acababa de matar; le había ahogado con una almohada, y por la noche le había enterrado en el bosque. El sabía hasta el sitio donde el pobre niño estaba enterrado.

Tan enfermo, que esta mañana, después de haber hecho testamento, me llamó y me dijo: Juan, es necesario que te vayas á Madrid en busca de tu tío Francisco, yo me muero; es necesario que antes de que yo muera reciba mi hermano esta carta, que he escrito con mucho trabajo esta noche. Y sacó de debajo de la almohada esta carta cerrada y sellada que me entregó.

Cuando esto le pasaba, el P. Gil se mesaba los cabellos y se mordía las manos; metía la frente por la almohada, a ver si lograba paralizar su pensamiento. Se horrorizaba de mismo. Después del lamentable suceso que privó a D. Miguel de licencias para confesar y decir misa, quedó él al frente de la parroquia.

Irse a su casa sin encontrarla y darse un buen trote con ella... a distancia de treinta pasos, dábale mucha tristeza. Pero al fin se hizo tan tarde y estaba tan fatigado, que no tuvo más remedio que coger el tranvía de Chamberí y retirarse. Llegó y se acostó, deseando apagar la luz para pensar sobre la almohada. Su espíritu estaba abatidísimo.

Hizo después una almohada de ella y se tendió en el suelo. Isidora se sentó frente a él. «¿Oyes los pájaros? dijo Miquis Son ruiseñores».

Don José, desvelado por la emoción sufrida, pasó en continua queja las horas, y aun así sufrió menos que su hijo: Leocadia se acostó desagradablemente impresionada, pero al poco rato se durmió: Pepe, sentado junto a la cama de su padre y apoyada en su misma almohada la cabeza, oyó sonar en el reloj todas las horas de la noche.

Sólo deseaba una cosa: dormir. «Como he respirado demasiado tiempo el aire frío...», se dijo, bostezando. El otro, en el espejo, también bostezó. Guardó la navaja, apagó la lámpara y las velas y se dirigió a la alcoba. No tardó en dormirse, hundida en la almohada la faz, aquella pobre faz, que al día siguiente haría reír a todos: a sus colegas, a sus discípulos, a su mujer y a él mismo.

Palabra del Dia

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