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Miren, miren a la gatita de Mari-Ramos, que hacía ascos a los ratones y engullía los gusanos! ¡Malhaya la niña de la media almendra!

Aquellas gentes preferían verse solas. ¿Iba él a bailar con una atlota a sus años y con su aspecto malhumorado que infundía respeto y frialdad?... Tendría que permanecer con Pep y otros, aspirando el olor del tabaco de pota, hablando de la almendra y del miedo a que se helase, esforzándose por abatir su pensamiento al nivel del de estas gentes. Al fin se decidió a ir al pueblo.

Es un buen postre. DULCE DE ALMENDRA. Con un cuarto de litro de agua se pone una libra de azúcar a hervir, y cuando está hecho el almíbar no muy espeso, se saca a enfriar; una vez que está templado, se echa media libra de almendra molida; con una cuchara se menea, y luego se le añaden cinco yemas muy batidas, poniéndolo al fuego lento hasta que espese lo que se quiera; no hay que dejar de mover siempre al mismo lado.

No nos parecen de cuerpo hermoso, ni nosotros les parecemos hermosos a ellos: ellos dicen que es un pecado cortarse el pelo, porque la naturaleza nos dio pelo largo, y es un presumido el que se crea más sabio que la naturaleza, así que llevan el pelo en moño, lo mismo que las mujeres: ellos dicen que el sombrero es para que sombra, a no ser que se le lleve como señal de mando en la casa del gobernador, que entonces puede ser casquete sin alas: de modo que el sombrero anamita es como un cucurucho, con el pico arriba, y la boca muy ancha: ellos dicen que en su tierra caliente se ha de vestir suelto y ligero, de modo que llegue al cuerpo el aire, y no tener al cuerpo preso entre lanas y casimires, que se beben los rayos del sol, y sofocan y arden: ellos dicen que el hombre no necesita ser de espaldas fuertes, porque los cambodios son más altos y robustos que los anamitas, pero en la guerra los anamitas han vencido siempre a sus vecinos los cambodios; y que la mirada no debe ser azul, porque el azul engaña y abandona, como la nube del cielo y el agua del mar; y que el color no debe ser blanco, porque la tierra, que da todas las hermosuras, no es blanca, sino de los colores de bronce de los anamitas; y que los hombres no deben llevar barba, que es cosa de fieras: aunque los franceses, que son ahora los amos de Anam, responden que esto de la barba no es más que envidia, porque bien que se deja el anamita el poco bigote que tiene: ¿y en sus teatros, quién hace de rey, sino el que tiene la barba más larga? ¿y el mandarín, no sale a las tablas con bigotes de tigre? ¿y los generales, no llevan barba colorada? «¿Y para qué necesitamos tener los ojos más grandes», dicen los anamitas, «ni más juntos a la nariz?: con estos ojos de almendra que tenemos, hemos fabricado el Gran Buda de Hanoi, el dios de bronce, con cara que parece viva, y alto como una torre; hemos levantado la pagoda de Angkor, en un bosque de palmas, con corredores de a dos leguas, y lagos en los patios, y una casa en la pagoda para cada dios, y mil quinientas columnas, y calles de estatuas; hemos hecho en el camino de Saigón a Cholen, la pagoda donde duermen, bajo una corona de torres caladas, los poetas, que cantaron el patriotismo y el amor, los santos que vivieron entre los hombres con bondad y pureza, los héroes que pelearon por libertamos de los cambodios, de los siameses y de los chinos: y nada se parece tanto, a la luz como los colores de nuestras túnicas de seda.

A las ocho ya estábamos en la mesa. La enferma accedió a nuestro deseo y vino a presidir el banquete. Al lado de ella se colocó don Román, en el otro tía Pepilla y Andrés. Angelina y yo ocupamos el lugar acostumbrado. Pocos platillos: rica sopa de almendra, «sopa de la pelea pasada», como decía don.

Entramos en un sembrado de trigo morisco junto al bosque, un gran campo blanco y negro, en flor y granado, con perfumes de almendra. Picoteaban también allí unos hermosos faisanes de irisadas plumas, bajando sus crestas rojas por temor a ser vistos. ¡Ah! ¡Estaban menos altivos que de ordinario! Mientras comían, nos pidieron noticias preguntándonos si había caído alguno de los suyos.

Mientras Estupiñá admiraba, de mostrador adentro, las grandes novedades de aquel Museo universal de comestibles, dando su opinión pericial sobre todo, probando ya una galleta de almendra y coco, que parecía talmente mazapán de Toledo, ya apreciando por el olor la superioridad del o de las especias, la dama se tomaba por su cuenta a uno de los dependientes, que era un Samaniego, y... adiós mi dinero.

Se pone al baño maría, moviendo algo, y cuando van espesando los huevos, se separan del fuego y se baten bien para que queden muy finos. En la misma forma se hacen los de almendra, sin más variación que agregar almendras molidas y mezclarlas bien antes de cocerlas al baño maría.

Eso no; la guerra podrá durar lo que la otra, pero a Madrid no vienen. La cena es la que viene ahora dijo doña Manuela, entrando con una cazuela entre las manos. En un papel de cigarrillo pudo haberse hecho el menú de aquella pobre gente: el clásico besugo, ensalada de lombarda, leche de almendra y los postres traídos por Pepe; no había más.

CALINETA. Con tres cuartos de kilo de azúcar, se bate una docena de huevos, de los que se habrán separado dos claras; se trabaja mucho y se agregan doscientos gramos de almendra molida; vuelve a trabajarse y se agrega algo más de medio kilo de harina, se mezcla todo bien y se tienen dos moldes redondos, uno mayor que otro, untados de mantequilla; se pone en ellos la pasta y se cuece a horno suave, dejándolos después enfriar; cuando están fríos, se cortan por la mitad, quedando cuatro bizcochos redondos en lugar de dos.