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Oyeme: ¡no te apenes si ves que lloro, y déjame, déjame que te cuente todas las tristezas de mi vida! Quise ahorrarle aquella pena, y le pedí que habláramos de otra cosa; le rogué que no me atormentara, con aquella narración dolorosa. ¡A qué saber la historia de Angelina! ¿No me bastaba saber que vivía para ? ¡No! ¡Me oirás! ¡Me oirás, Rorró!

Vivía en la calle de los Mancebos, en un caserón antiguo, y sólo con una criada vieja: allá me fui, le conté lo que había pasado y le rogué que me ayudase a buscar casa donde servir, a lo cual repuso que haría lo que pudiese, y que pues no tenía yo dineros para ir a la posada, me quedara allí unos días hasta encontrar colocación. ¿De qué edad era ese hombre? ¿Cuántos años tenías entonces?

Ester, y me dijo que se había estado discutiendo en el Consejo si se podría quitar de vuestro pecho, sin que padeciera la comunidad, esa letra escarlata que ostentáis. Os juro por mi vida, Ester, que rogué encarecidamente al digno magistrado que se hiciera eso sin pérdida de tiempo. No depende de la voluntad de los magistrados quitarme esta insignia, respondió tranquilamente Ester.

817 Me saqué el escapulario, se lo colgué al pecador, y como hay en el Señor misericordia infinita, rogué por la alma bendita del que antes jué mi tutor. 818 No se calmaba mi duelo de verme tan solitario; ahí le champurrié un rosario como si juera mi padre, besando el escapulario que me había puesto mi madre. 819 "Madre mía", gritaba yo, "¿dónde estarás padeciendo?

Una buena mujer me aplicaba a las narices un paño mojado con vinagre. Su marido, lanceta en mano, estaba a punto de sangrarme. Impedí que lo hiciese, y les rogué que me procurasen un carruaje. Aquella buena gente me sirvió de la manera más solícita, y se negó de todo punto a recibir la gratificación que yo les ofrecía.

»Yo aprendía el francés con alguna facilidad; pero el alemán, aunque era el especial cuidado de mi tío, me disgustaba sobremanera y tenía que violentarme, y ni aun así lograba retener en mi memoria una sola palabra de aquel idioma, que yo calificaba de bárbaro. Por último, rogué a Teobaldo que cesasen las lecciones, consintiendo él en ello, pero a condición de que se lo advertiría a mi tío.

Para ganarlo necesitaba yo estar en las cocinas... vos me habíais despedido... era urgente el negocio... entonces fuí á ver á vuestra mujer, y la rogué, la supliqué... si vos hubiérais estado... os hubiera rogado también. ¡Infame! Ello es que ya no tiene remedio lo hecho... busquemos la salida.

Entonces le rogué que se sentara a escucharme, y comencé la lectura. Cuando llegué a las últimas líneas me rogó, con los ojos humedecidos, que se las explicara. Las últimas líneas, anteriores a nuestro matrimonio, dicen así: »El Conde es más joven que papá: tiene cuarenta y cuatro años. Yo no si esto me agrada o me desagrada. »Yo se las he explicado como mejor he podido.

Varias veces rogué a mis superiores que me permitieran consagrarme a esta santa empresa, y en tantas obtuve contestaciones negativas y aun extrañamientos, porque se suponían opuestos a la regla de obediencia mis entusiastas propósitos.

Leí esta mañana en los periódicos que don Rafael Brull, de la comisión, se encargaría de contestar en eso de los presupuestos, y rogué a un antiguo amigo, el secretario de la embajada inglesa, que viniese a recogerme para acompañarme al Congreso.