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De vez en cuando estas cavilaciones cesaban, porque Juan sabía arreglarse de modo que su mujer no llegase a cargarse de razón para estar descontenta. Como la herida a que se pone bálsamo fresco, la pena de Jacinta se calmaba. Pero los días y las noches, sin saber cómo, traíanla lentamente otra vez a la misma situación penosa.

Todas esas gentes parecen contentas con su suerte. A popa, delante del camarote, había un gran balde lleno de agua llovida, donde la tripulación calmaba la sed, y recuerdo que, apurado el último buche, cada uno de esos pobres diablos sacudía su escudilla con un ¡ah! de satisfacción, una expresión de bienestar tan cómica como enternecedora.

Muchas tardes, agobiado por sus pensamientos, salía de casa y recorría a paso largo las orillas solitarias de la mar. La brisa le refrescaba las sienes, la vista del océano calmaba la fiebre de su cerebro. Sentábase en un peñasco batido por las olas, y permanecía horas enteras con los ojos extáticos clavados en el horizonte. La belleza imponente de aquel espectáculo no lograba cautivarle.

En fin, que si no arreglaba el conflicto la nevada, había para volverme tarumba y tener por cuerda y resignada a la mujer gris en sus recientes apuros. Por lo pronto, y esto me calmaba algo las inquietudes, había muchas horas por delante; se vería qué rumbos iba tomando y cómo se portaba el temporal insinuado, y qué marcha seguía durante la mañana la agravación de mi tío.

Pepa pretendía padecer de cierto mal de corazón que sólo se le calmaba comiendo. Pocos minutos después de salir ambas amigas del comedor, Clementina dió las órdenes oportunas y el buffet se abrió solemnemente. Las personas reales entraron primero acompañadas de su servidumbre y de los amos de la casa. Salabert había echado el resto en la cena.

Era un cuadro pintoresco que bien podía haber distraído el espíritu de María Teresa del pensamiento que la absorbía; pero la contemplación del Luxemburgo no calmaba su impaciencia. Sus miradas seguían con frecuencia los coches que surcaban la calle, y si alguno de ellos parecía querer detenerse delante de la puerta de su casa, la joven sentía latir su corazón un poco más ligero.

Cuanto más lógicas y justas eran las aclaraciones del contrario, más se enfurruñaba ella. No pocas veces Benina, inocente, tuvo que declararse culpable de las faltas que la señora le imputaba, porque, haciéndolo así, se calmaba más pronto.

Si Frígilis estaba en el Parque, sentía un amparo cerca de . Se calmaba. Crespo subía una vez cada tarde a verla; pero no se sentaba casi nunca. Estaba cinco minutos en el gabinete, paseando del balcón a la puerta, y se despedía con un gruñido cariñoso.

Casi no es hipérbole decir que la señá Benina, al salir de Santa Casilda, poseyendo el incompleto duro que calmaba sus mortales angustias, iba por rondas, travesías y calles como una flecha. Con sesenta años a la espalda, conservaba su agilidad y viveza, unidas a una perseverancia inagotable.

Vivían en la salida de los hermosos valles que descendían de Palmira, el «techo del mundo», sabían utilizar todos los torrentes de agua clara dividiéndolos en numerosos canales, transformando así en fértiles huertas sus áridas tierras, y si invocaban á las fuentes, si las ofrecían sacrificios, no era sólo porque el agua fertilizaba sus campos y hacía crecer sus árboles y calmaba la sed de ellos y sus ganados, sino también, según decían, porque el agua purifica á los hombres, equilibra las pasiones y calma los «deseos desmedidos». El agua era quien les evitaba los odios y furias insensatos de sus vecinos, los semitas del desierto, y ella era quien les había salvado de la vida errante fecundando sus campos y alimentando sus cultivos; á ella debían el haber podido fijar la primera piedra del hogar, y luego, la población y la ciudad, ensanchando así el círculo de sus sentimientos y sus ideas.