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Rosalindo Ovejero era el único que deseaba seguir la tradición, bajando á la ciudad para acompañar al Señor del Milagro en su solemne paseo por las calles. Desde que anunció su viaje, el rancho de adobes con techumbre sostenida por grandes piedras, que había heredado de sus padres, empezó á recibir visitas. Todos acompañaban su encargo con un billete de á peso.

Y esta noche, en vez de hablar buenamente, había dado gritos. Todos ellos empezaron á tener por loco á su camarada. En mucho tiempo no volvió Ovejero á encontrarse con su acreedora. Esta ausencia le parecía natural. Las almas del otro mundo no necesitan esforzarse para conocer lo que hacen los vivos, y ella sabía que su deudor se ocupaba en devolverle el préstamo.

Cuando los vecinos del pequeño valle enclavado entre dos estribaciones de los Andes se enteraron de que Rosalindo Ovejero pensaba bajar á la ciudad de Salta para asistir á la procesión del célebre Cristo llamado «el Señor del Milagro», fueron muchos los que le buscaron para hacerle encomiendas piadosas.

Dormía Rosalindo en una pieza grande con siete compañeros más, pero aquella hembra dolorosa, como venía del otro mundo y todos los seres de allá dan poca importancia á las preocupaciones morales de la tierra, se metió entre tantos hombres, sin vacilación, permaneciendo erguida junto á la cama de Ovejero.

Sobre algunas puertas quedaba aún el escudo de piedra, revelador del orgullo nobiliario de los que construyeron el caserón en la época que aún no había nacido la República Argentina y el país era gobernado por los representantes de la monarquía española. Se presentó Ovejero puntualmente en la iglesia á la hora de la procesión.

Su pan se lo pasaba á la mula, dándole además generosamente los piensos guardados en un saco sobre las ancas del animal. Podía comerlos todos: lo importante era que continuase marchando.... Pero una mañana, en mitad de la jornada, cuando Ovejero se creía cerca de la tumba, el animal dobló sus patas y acabó por tenderse en el suelo.

Ovejero pensó que él podía hacer lo mismo. La difunta Correa era una buena mujer y aceptaría seguramente desde el fondo de su tumba de piedras este préstamo.

Ovejero examinó su interior. Una piedra gruesa depositada en el fondo del bote servía para mantenerlo fijo sobre la tumba y que no lo arrebatase el viento. Al levantar la piedra, su mirada encontró el dinero de las limosnas: unos cuantos billetes de á peso y varias piezas de níquel. Tal vez había transcurrido un año sin que el administrador de la muerta viniese á recoger las limosnas.

El diablo se ha quedado de señor para todo el invierno. Pero Ovejero necesitaba ir al encuentro del diablo, para hacerse amigo de él y que no lo atormentase más. Siguió adelante, hasta llegar á la terrible Puna. Entró en el inmenso desierto sin agua y sin vegetación. Se infundía valor comparando su viaje actual con el que había hecho dos años antes. Ahora no iba solo.

Rosalindo Ovejero contó los encargos antes de salir de su casa. Eran catorce cirios los que debía llevar en la procesión, y él sólo se creía capaz de sostener ocho, cuatro en cada mano, metidos entre los dedos.