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Un viento glacial soplaba en la desierta extensión de la altiplanicie. Los últimos arrieros que acababan de bajar de la Puna declaraban el paso inaccesible para los que vinieran detrás de ellos. Rosalindo seguía adelante.

A la Puná su rumbo enderezando, Que allí lleva su proa, y su designo, Llegó estando todos descuidados, Por donde fueron presto saqueados.

Deleitaba á Rosalindo contándole sus andanzas en el Japón, su vida de marinero á bordo de la flota turca y sus expediciones siendo niño á la California, en compañía de su padre, cuando la fiebre del oro arrastraba allá á gentes de todos los países. ¡Lo que podía importarle á un hombre de su temple lanzarse por la Puna de Atacama, hasta dar con la tumba de la difunta Correa!... Cosas más difíciles tenía en su historia, y no iba á ser la primera ni la décima vez que atravesase los Andes, pues lo había hecho hasta en pleno invierno, cuando los senderos quedan borrados por la nieve y ni los animales se atreven á salvar la inmensa barrera cubierta de blanco.

Dejemoslos aquí, frailes menores, Metidos en clausura y obediencia, Que Candish andaba agora muy envuelto En el Estrecho y sur, y el diablo suelto. Como el Capitan Tomas Candish, señor de Mitiley, salió de Inglaterra, y atravesò el Estrecho de Magallanes, y tomò tierra en la Puna y Paita en el Perú, y de vuelta tomó un navio que venia de la China.

A su amigo lo habían matado meses antes en un despacho de bebidas cerca de la Cordillera, cuando se dirigía desde Cobija á tomar el camino de la Puna. La cuchillada mortal había sido por cuestiones de juego. El gaucho, que no quería dudar de que la difunta hubiese recibido su préstamo con todos los intereses, quedó aterrado al recibir esta noticia.

Mañana mismo dijo el viejo salgo para la Puna, y recto, recto, me planto no más en la tumba de esa señora. No añadas explicaciones; conozco la travesía. Antes de un mes me tienes aquí con el recibo. Y se marchó. Ovejero pasó unos días en plácida tranquilidad.

Para darse nuevos ánimos recordaba lo que había oído algunas veces sobre los primeros hombres blancos que atravesaron este desierto. Eran españoles con arcabuces y caballos, guerreros de pesadas armaduras que no sabían adonde les llevaban sus pasos é ignoraban igualmente si la horrible Puna de Atacama tendría fin.

Su admiración por el viejo era tan grande, que consideró detalle de poca importancia el hecho de que no hubiese atravesado nunca la Puna de Atacama, ni conociera el lugar donde estaba el sepulcro de la difunta Correa. Un hombre de sus méritos sólo necesitaba unas cuantas explicaciones para hacer lo que le encargasen, aunque fuera en el otro extremo del planeta.

Detrás del tal Despoblado se encontraba algo peor: la terrible Puna de Atacama, un desierto de inmensa desolación, donde morían los hombres y las bestias, unas veces de sed, otras de frío, y en algunas ocasiones caían abrumadas por el viento. Ovejero se guardó las espuelas en el cinto, renunciando á su dignidad de jinete para convertirse en peatón.

Pero Ovejero, habituado á respirar en las grandes alturas, estaba libre del llamado «mal de la Puna». Tenía el corazón sólido de los montañeses y su pecho dilatado le permitía respirar sin angustia en unas tierras situadas á más de tres mil metros sobre el Océano. Una mañana adivinó que había llegado al punto más culminante y difícil de su camino.