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Los faroles de la calle le parecían astros, los transeúntes excelentes personas, movidas de los mejores deseos y de sentimientos nobilísimos. Entró en su casa resuelto a espontanearse con su tía... «¿Me atreveré? pensaba . Si me atreviera... ¿Y qué hay de malo en esto? En último caso, ¿qué puede hacer mi tía? ¿Acaso me va a comer?

Pues qué se les puede pegar a los nobilísimos renombres de Zafortezas, Suredas, Pomares, Fusteres... y otros, de que gozándose puros en el cielo de su limpieza, como unos Soles, se permitan retratar en un charco?

Amor, abnegación, sacrificio; estos eran los móviles de mi cariño, nobilísimos sin duda, y que no han vuelto a conmover mi corazón. Después... he amado, he amado muchas veces, pero nunca, como entonces, me he sentido capaz de tamaños heroismos. ¡Romanticismo! ¡Locura! exclamarán muchos al leer estas páginas. ¡Idealismo! dirán los desengañados, los hijos de esta generación egoísta y sensual.

Domingo, veinte y cinco reos, cerrando la procesión los Muy Ilustres Señores Inquisidores asistidos de una gravísima comitiva de Reverendísimos Calificadores y Familiares Nobilísimos, que habiendo tomado todos lugar en sus puestos, y comenzada la Misa según costumbre, se pasó a leer las sentencias a los Reos que son los siguientes: REOS RECONCILIADOS EN FORMA CON abjuración formal: en el Auto primero de 7 de Marzo 1691

Gracias a los esfuerzos nobilísimos de este claro representante de su comercio, podemos decir con orgullo que Sarrió, en tal ramo interesante del progreso, se hallaba a la altura de las grandes capitales. Ninguna otra villa española o extranjera podría sufrir con ella competencia.

La prudencia en unas, el temor natural en otras y la presión ejercida sobre todas, hizo que cuando derrocado el sistema liberal, en 1823, las damas sevillanas que, siguiendo nobilísimos impulsos, se habían señalado por sus ideas afectas á la libertad, durante la época constitucional, negasen aquéllos y tratasen de borrar por diversos medios cuanto pudiera comprometerlas con las sanguinarias autoridades absolutistas, que nada respetaban.

Según él mismo dio a entender, era persona notable y acaudalada, hombre de gran mérito, que todo se lo debía a mismo, pues abandonado de sus nobles padres y desheredado por sus nobilísimos abuelosmiserias y bribonadas del mundo y de la ley!), había tenido que crearse una posición con su ingenio y su trabajo. Motivos diferentes halló Isidora en su nuevo amigo para sentir hacia él simpatía y antipatía, en porciones casi iguales, porque si bien aquello de ser hijo natural y abandonado, víctima del egoísmo de sus padres, le hacía sobremanera interesante, en cambio sus modales y su lenguaje eran de lo más soez y chabacano que imaginarse podría. Su figura hermosa, juvenil y hasta cierto punto elegante, que recordaba la de Joaquín Pez, perdía todas sus ventajas con lo que del alma salía a los labios de tan singular criatura, en esa florescencia del ser que se llama conversación. Por momentos Isidora le encontraba agradable, por momentos aborrecible.

Estos propósitos no eran constantes, porque otras veces meditaba sobre el mismo tema y hacía las siguientes consideraciones, llenas de buen sentido y de tolerancia. «No puede sostenerse en las acciones de la vida el criterio pesimista, que suele ser el disimulo del egoísmo. ¿Quién duda que existen en nuestro país, al lado de esa cáfila de alborotadores, cabecillas, intrigantes, charlatanes, aventureros, muchos caracteres nobilísimos, innumerables hombres de buena fe, patricios desinteresados, verdaderos y leales que se aplicarían a la política y serían discretos en la idea, enérgicos en la acción y honrados en la conducta?

Yo no diré que cuando abráis los ojos os encontréis frente al mar; semejante exageración serviría tan sólo para desacreditar los nobilísimos propósitos del poder ejecutivo, dado que éste nunca pensó, a mi entender, en fundar un oceano en Madrid, y únicamente un epítome o compendio de él.

Los que han llegado a saborear otros rasgos de Pereda, todavía de más singular y exquisita literatura, de emoción trágica e intensa, de cruda expresión y ardiente colorido; los que recuerdan, quizá con lágrimas, La Leva, El fin de una raza y las mejores escenas de Sotileza, aquí hallarán la misma grandeza y el mismo brío; la misma arrogancia, casi épica, con que el autor realza y ennoblece las catástrofes vulgares y los más desdeñados esfuerzos del trabajo humano, dando nobilísimos ejemplos de una poesía verdaderamente cristiana y verdaderamente moderna.