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En una esquina próxima al Colegio de la Compañía leímos en letras de oro y sobre marmórea lápida, que allí vivió el gran poeta Meléndez Valdés. Más abajo descubrimos la que un azulejo denominaba Plazuela de San Benito, la cual, más que plaza, parecía el compás de una Cartuja. Tampoco había allí gente.

Al contrario, es de presumir que Lope, que, como leimos en su biografía, estuvo en Valencia desde 1588 á 1595, recibió en ella estímulo y aliento para imprimir en el drama el carácter que distinguía á las comedias, á cuya representación asistió, y á trasplantar á los teatros de Madrid la forma peculiar del drama valenciano.

En dicho camino es notable un puente que se eleva sobre el río Olla, dedicado á Nuestra Señora de la Sacristía, según leímos en la piedra. En Majayjay, fuí á parar á la casa del suizo D. Gustavo Tóbler, excelente naturalista, radicado y casado en el país. Jamás olvidaré las horas que pasé al lado de aquella inteligencia verdaderamente cosmopolita, y de aquella actividad incansable.

Con el placer con que acojes en serena noche las quejas de FILOMENA, así serán gratas para mis razones, padre mío. Las nueve Hermanas y yo leímos en los jardines del Parnaso ese libro de que habla la sabia MINERVA. Su estilo festivo y su acento agradable suenan á mis oidos cual la sonora fuente que brota en la entrada de mi gruta umbría.

Pronto leímos en los azulejos que era la Plaza Mayor, y pronto dedujimos de otras señales que era también la plaza del Ayuntamiento, la plaza de la Constitución, el foro salmantino. Declaro que, prima facie, nos agradó mucho la tal plaza; y, verdaderamente, su conjunto es magnífico. Aunque la Plaza Mayor parece cuadrada, no lo es, sino que forma un trapecio cuyos lados varían de 72 metros á 82.

En el colegio se murmuró como cosa cierta que D. León iba a ser nombrado Capitán general de Madrid; pero aunque mucho leímos y releímos los periódicos en los días siguientes, nunca pudimos tropezar con el nombre del general. Llegó un instante en que creímos que había perecido en el combate, si bien no comprendíamos cómo no se hablaba más de esta desgracia.

» ¡Te amo, Amaury! »Esta doble exclamación abrió nuestras almas y ambos leímos a un tiempo en nuestros corazones, rebosantes de amor. »¡Ay! ¡Qué mal hago, Antoñita, en evocar estos recuerdos! ¡Son muy gratos, pero son muy dolorosos también! »Tenga usted la bondad, cuando me conteste, de dirigirme la carta a Colonia, desde donde le escribiré mi próxima. »¡Adiós, hermana mía!

Leímos al mismo tiempo los dos Rob Roy, Ivanhoe y Quintín Durward, y hablamos mucho de los personajes de las novelas del gran escritor. Yo encontraba a la hija del capitán cierto parecido con Diana Vernon, aunque Ana Sandow era más melancólica que la heroína de Walter Scott. Ana vivía a merced de los caprichos de su padre, viejo loco y egoísta, que no la dejaba hablar con nadie.

»Leímos el papel, y decía así: Cuando yo era niña, tenía mi padre una esclava, la cual en mi lengua me mostró la zalá cristianesca, y me dijo muchas cosas de Lela Marién. La cristiana murió, y yo que no fue al fuego, sino con Alá, porque después la vi dos veces, y me dijo que me fuese a tierra de cristianos a ver a Lela Marién, que me quería mucho.

Entonces leímos juntas las cartas, una tras otra, y, en cada una de ellas, en cada una de las frases sencillas y desmañadas, aparecía el corazón afectuoso de Roberto, su corazón de oro; arrojaba en nuestras almas abrumadas por el dolor una llamarada ardiente que nos consolaba y nos devolvía la alegría.