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Veas si te lo traes repitió Blanes . Dile que su madre va á morirse de pena... ¡ puedes hacer mucho! Pero todo lo que pudo hacer el capitán Ferragut fué conseguir un permiso y un automóvil viejo para visitar el campamento de los legionarios. La llanura árida en torno de Salónica estaba cruzada por numerosos caminos.

Toda la parte de la iglesia entre el coro y la puerta del Perdón estaba ocupada por la vistosa y pesada fábrica. Los toledanos acudían a admirar, según costumbre tradicional, la escalinata cubierta de filas de apretadas luces, los legionarios romanos de alabastro apoyados en sus lanzas, y la cortina riquísima, de innumerables pliegues, que bajaba desde la bóveda hasta la plataforma del Monumento.

Al frente de la compañía ondeaba la bandera romana con su inscripción senatorial, meciéndose al compás de los redobles del tamborcillo como todas las filas de legionarios. Un personaje de suntuosidad imponente contoneábase con la espada en la mano al frente de este ejército. Gallardo lo reconoció al pasar. ¡Mardita sea! dijo riendo bajo su máscara . No me van a hacé caso.

Luego, Roma, la terrestre Roma, para no morir bajo la superioridad de los navegantes semitas de Cartago, tenía que enseñar el manejo del remo y el combate en las olas á los labradores del Lacio, legionarios de mejillas endurecidas por las carrilleras del casco, que no sabían cómo mover sobre las tablas resbaladizas sus pies de hierro dominadores del mundo.

En el buque de enfrente también se destacaba el brillo de los cobres y las figuritas de los músicos, puestos en círculo en la última cubierta. Cuatro trompetas larguísimas, cuatro tubos semejantes a los que guiaban la marcha de los legionarios romanos, abrían sus bocas doradas por encima de las cabecitas, y en los intervalos de silencio llegaba hasta el Goethe su lejano rugido.

Un martilleo estridente, un incesante trac-trac del latón aporreado salía de cada una de las covachuelas, cuyas entradas lóbregas, empavesadas con candiles y farolillos, alcuzas y coberteras, todo nuevo, limpio y brillante, recordaban las lorigas de aceradas escamas de los legionarios romanos.

Después hablaba de Augusto y sus legiones, venidos a Cantabria expresamente para someternos al yugo romano; de que tal era nuestro empuje, tal «nuestro» valor y tal «nuestro» apego a la independencia, que el César había necesitado seis años para triunfar en un empeño que le había parecido obra de pocos días; de los horrores de esta guerra bárbara entre inaccesibles peñascales y profundos y sombríos barrancos, donde rugían las aguas tintas en la sangre de «los nuestros» y de los aguerridos legionarios.

Esto no era militar: el mismo capitán lo confesaba noblemente; pero debía volver a París, y algo había que concederle al arte. Torcía la cabeza con belicosa arrogancia, clavando sus ojos de águila en los legionarios. ¡A ve! ¡que no se iga de la compañía!... ¡Que haiga desensia y disiplina!

La necesidad de resguardarse había obligado á los legionarios á vivir con el rostro al nivel de los cadáveres que asomaban en el corte vertical de la tierra removida.

Semejantes a los legionarios romanos, que lo mismo peleaban en tierra que en el mar, los aventureros de la conquista fueron a la vez navegantes, jinetes incansables en las pampas inmensas y duros andarines de las selvas vírgenes, sufriendo los rasguños de la espinosa vegetación, el acecho de los indios, la acometida de las fieras los tormentos del hambre y de la sed.