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Sonrióse complacido al ver el estandarte de las cinco rosas que ondeaba sobre la aldehuela y con una señal de despedida tomó tras sus arqueros el camino de Pamplona.

Su cerebro sólo vivía el momento presente. Volvió los ojos con insistencia á la bandera blanca y roja que ondeaba sobre el edificio. «Es una traición pensó , una deslealtad.» A lo lejos, del otro lado del Marne, tiraban igualmente los cañones franceses.

Agitábase ya Lucía en su asiento, y echando abajo el chal escocés e incorporándose, se frotaba asombrada los ojos con los nudillos, a la manera de las criaturas soñolientas. Tenía revuelto y aplastado el pelo, y muy encendido el lado del rostro sobre que reposara; una trenza suelta le descendía por el hombro, y, destrenzándose por la punta, ondeaba en tres mechones.

Más arriba de la ciudad, en una arruga de la montaña, ondeaba la bandera de un castillo moderno: un hotel elegante al que venían a respirar los tísicos septentrionales.

Ferragut quiso navegar solo, sin la protección de los destroyers que escoltaban á los buques reunidos en convoy. Conocía bien el Mediterráneo. Además, él era de un país neutral y la bandera española ondeaba en la popa de su buque. Este abuso no le produjo remordimiento alguno, ni le pareció una deslealtad.

Sobre aquellas almenas había un cuerpo de edificio coronado por una montera de pizarras; en aquel cuerpo de edificio, había una ventana: en aquella ventana el viento ondeaba un pañuelo encarnado. ¡Oh! ¡la señal de muerte! exclamó el bufón.

Mandábalos el veterano Reno, de cuya lanza ondeaba estrecho y largo pendón con las cinco rosas; frente á los infantes, el arquero Simón, orgulloso de la magnífica compañía que tenía á sus órdenes. Acudieron también al patio los sirvientes del castillo y algunos hombres de armas que debían quedarse de guarnición en la fortaleza y querían despedirse de sus amigos.

Jaime vivía al borde de esta existencia ruda y tradicional, contemplando de lejos las costumbres de aduar que aún se mantenían en el apartamiento de la isla. España, cuya bandera ondeaba todos los domingos sobre el menguado caserío de cada parroquia, apenas hacía memoria de este pedazo de su suelo perdido en el mar.

Su espesa y rubia cabellera ondeaba en tirabuzones a la inglesa. Sus ojos pardos y grandes, su nariz, sus dientes, su boca, el óvalo de su rostro, eran modelos de perfección; su gracia, incomparable.

El piloto afirmaba que también había visto la nave, que en el tope de su palo mayor ondeaba la bandera de Castilla y que en su proa se figuraba haber leído este nombre simbólico: Victoria. Aquella noche caviló mucho Morsamor sobre la aparición, real o fantástica, de la nave Victoria, y habló del caso con Fréitas y Tiburcio.