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Una y otra eran ricas y poseían buena dote. Irma le gustó más a L'Ambert. El apuesto notario pensaba de vez en cuando que medio millón de dote y una mujer que sabe llevar un traje no son cosas despreciables. Viéronse con frecuencia, casi una vez por semana, hasta que llegaron las primeras heladas de noviembre. Tras un otoño dulce y brillante, cayó como una teja el invierno.

¿La pequeña Irma, que tenía las manos tan rojas y la deplorable costumbre de pisar los moñigos de vaca? La pequeña Irma es ahora una joven que vuelve de Santa Clotilde con todos los diplomas y tan hecha a las buenas maneras, que desprecia soberanamente a los aldeanos, empezando por el bueno de su padre. Prefiero, entonces, la antigua Irma.

LEONIE. ¡Indudablemente...! ¡Pero es preferible que sea bonita...! LEONIE. ¡Bah! ¡Ya ves que tengo aquí a mi ahijado...! Que mande a Carmen, o a Irma. LA SIRVIENTA. ¡Es que el general quiere que seas ...! LEONIE. ¡Pues contéstale que he salido y déjanos en paz...! Este breve coloquio sume a Cirilo en una estupefacción inquieta. La sirvienta sale. CIRILO. ¿Tiene usted mucho trabajo?

Resta saber si la señorita Irma consentiría en dar su mano a un inválido con la nariz de plata. Enrique, amigo mío, ¿qué os parece? Agachó Enrique Steimbourg la cabeza, y nada respondió. Fuese a comunicar la noticia a su familia y a recibir órdenes de su hermana. Irma adoptó un gesto heroico al saber la desgracia de su prometido.

Pocas personas conocían mejor que ellas la crónica elegante de París; les habían sido mostradas, en el teatro y en el bosque de Boloña, las más celebradas bellezas de todas las clases sociales; las habían llevado a presenciar las ventas de los mobiliarios más ricos, y disertaban de la manera más agradable sobre las esmeraldas de la señorita X... y las perlas de la señorita Z... La mayor, la señorita Irma Steimbourg, copiaba con verdadera pasión los trajes y sombreros de la señorita Fargueil; la menor, había enviado a uno de sus amigos a casa de la señorita Figeac para que le pidiese la dirección de su modista.

Y los hermosos ojos de la señorita Irma Steimbourg se posaban con visible complacencia sobre la rosada nariz del dichoso millonario. Los dos jóvenes bailaron juntos todos los cotillones del invierno; por eso el mundo daba ya por descontada su boda. Una noche, a la salida del Teatro Italiano, el anciano marqués de Villemaurin detuvo en el peristilo a L'Ambert.

Y entretanto, el señor de Steimbourg se vestía su levita gris con botones de oro; la señora de Steimbourg, en traje de gran gala, dirigía a dos doncellas y tres modistas, que iban y venían y giraban sin cesar en torno de la bella Irma.