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Aquí depositó el pálido eclesiástico su biblioteca, rica en enormes libros en folio forrados en pergamino, que contenían las obras de los Santos Padres, la ciencia de los Rabinos y la erudición de los monjes, de cuyos escritos se veían obligados á servirse con frecuencia los clérigos protestantes por más que los desdeñasen y hasta vilipendiasen.

Cuando estuvieron en su gabinete, una estancia lujosamente decorada, las paredes de raso azul, los muebles forrados de la misma tela, se dejó caer en un diván, reteniendo la mano de Miguel que tenía cogida. ¿No sabes?... he despachado al chico de la puerta con un encargo, y a mi doncella con otro... Pero aún nos pueden oír... ¡Mucho cuidado! El joven se sentó a su lado, y la abrazó con trasporte.

No habría poema más triste y hermoso que el que se puede sacar de la historia americana. No se puede leer sin ternura, y sin ver como flores y plumas por el aire, uno de esos buenos libros viejos forrados de pergamino, que hablan de la América de los indios, de sus ciudades y de sus fiestas, del mérito de sus artes y de la gracia de sus costumbres.

Había muebles forrados de seda y cortinas hermosas; pero aquellos eran feotes, de amaranto combinado con verde-limón; las cortinas estaban torcidas, las guardamalletas mal colocadas, la alfombra mal casada; y las jardineras de bazar, con begonias de trapo, cojeaban. El reloj de la consola no había sabido nunca lo que es dar la hora.

Era un mocetón moreno, vestido como los contrabandistas o los bandidos caballerescos que sólo existen ya en los relatos populares. Al trotar su caballo, movíanse las alas de su chaqueta corta de cordoncillo de Grazalema, con coderas de paño negro ribeteadas de seda y bolsillos de media luna forrados de rojo. El sombrero, de alas grandes y rectas, estaba sostenido por un barbuquejo.

Entraron en un patio suntuoso, embellecido por la industria más que por el arte arquitectónico, en el que el escayolado imitaba al mármol y el yeso moldeado a máquina fingía un artesonado antiguo. En el primer tramo de la escalera estaba el despacho de don Ramón. La antesala parecía de ministerio, y apenas si en los bancos forrados de terciopelo quedaba espacio libre para los que iban llegando.

Cuantos tomos enormes, roídos por el corte y forrados con papel grasiento, rodaban por los mostradores de las tiendas del Mercado, eran atraídos por sus manos, como si éstas fuesen un imán, y devorados rápidamente, unas veces por la noche, después de cerrar las puertas y robando horas al descanso, otras por la tarde, aprovechando ausencias de don Eugenio, en el fondo del almacén, a la dudosa claridad que se cernía en aquel ambiente cálido, impregnado del vaho de los tejidos y el tufo de la tintura química.

D. Benito estaba en pie en medio de su despacho oscuro, de techo bajo; estaba rodeado de escribientes que trabajaban en vetustos escritorios forrados de muletón verde. Los libros del protocolo, macizos y graves, de lomo pardo, estaban allí, con la solemnidad misteriosa que tal pavor supersticioso infundía en el alma romántica y nada jurisperita de Bonis. El notario se acercó a su amigo el Sr.

Formábanlo dos anchos murallones de cartón, forrados en piel de becerro jaspeado, y en la fachada, que era también de cuero, se veía un ancho cartel con doradas letras, que decían al mundo y á la posteridad el nombre y significación de aquel gran monumento. Por dentro era un laberinto tan maravilloso, que ni el mismo de Creta se le igualara.

»Yo pregunto: ¿No habrá algún día leyes para enfrenar la alta vagancia? ¿No se crearán algún día palacios correccionales? ¿No establecerán las generaciones venideras asilos elegantes, forrados de seda, para tener a raya la demagogia azul, dándole de comer? Yo pregunto también: Puesto que tanto se ha hablado del derecho a la vida, ¿existirá también el derecho al lujo?