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Era todavía la buena época de Cádiz. Constantemente estaban cargando y descargando carros en la calle de la Aduana, llena de almacenes y de escritorios, y constantemente los carretones entraban y salían del almacén de don Matías. El almacén era inmenso, con bóvedas en donde se apilaban sacos, barricas, toneles y cajas.

El mocetón grave, de carácter áspero, tuvo para el pequeño dulzuras y atenciones que sorprendían á la familia. Cuando el gabarrero iba á Bilbao, llevábase á Luis, dejándolo en las banquetas de los escritorios mientras ajustaba con los señores la cuenta de sus viajes.

Su única distracción era visitar á sus primos en sus escritorios ó pasear por la Rambla. ¿Por qué no ir?... Tal vez se engañaba, y la entrevista fuese interesante. De todos modos, tenía el recurso de retirarse después de una breve conversación sobre el pasado... Su curiosidad estaba excitada por el misterio.

Los poderes históricos se achicaban y humillaban ante el capital. Los reyes de los pueblos, soberbios como semidioses sobre sus caballos de guerra, cubiertos de plumas y bordados y llevando tras ellos grandes ejércitos, tenían que mendigar en sus apuros á los capitalistas ocultos en sus escritorios.

Bien es verdad que el segundo autor desta obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que deste famoso caballero tratasen; y así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin desta apacible historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en la segunda parte.

Se interpelaban los viajeros para implorar el préstamo de un estilógrafo. Improvisábanse escritorios entre las tazas de café, así como en las mesas de la cubierta y sobre los pianos. Todos habían sentido de pronto la necesidad de escribir. Al día siguiente llegaba el Goethe a puerto, y las gentes despertaban de su ensueño azul que había durado diez días.

Muchas veces se había detenido el marino ante su puerta, pero seguía adelante, desorientado por las chapas de metal que anunciaban las oficinas y escritorios instalados en sus diversos pisos. Vió un patio de arcadas, pavimentado con grandes losas, al que daban los balcones ventrudos en los cuatro lados interiores del palacio.

Tenía doña Luz dos primorosos escritorios antiguos, con cajoncitos y columnitas, llenos de incrustaciones de marfil, ébano y nácar; cómodos sillones y sofás; una chimenea francesa mejor construida que las otras que había en la casa; espejos, cuadros bonitos y un armario lleno de libros lujosamente encuadernados.

Pero los capitalistas, que viven lejos y tal vez no se molestarán nunca yendo a contemplar esta obra suya, pueden responder desde sus escritorios: «Gracias a nuestra audacia fría y dura, los hombres tienen un camino para llegar a países nuevos que guardan enormes riquezas.

La mayoría de los jóvenes, después de haber, pasado dos o tres años en algún colegio de Inglaterra o Bélgica, se empleaban en los escritorios de sus padres y eran sus sucesores en ellos. Otros, los menos, seguían alguna carrera militar o civil de sueldo fijo, y sólo venían de tarde en tarde a pasar unos días con su familia.