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Mamá, me ha dicho una persona bien enterada que en el purgatorio acaban de suprimir los pianos. Hasta allí se van mejorando las costumbres. Mamá, ¿será faltarte al respeto decirte que hoy te has echado muchos polvos de arroz? Mamá, si yo tuviese una hija, por lo menos un día a la semana, la dejaría dormir cuanto quisiera. Estos donaires, cuando subían de punto, solían costarle bastante caros.

Se interpelaban los viajeros para implorar el préstamo de un estilógrafo. Improvisábanse escritorios entre las tazas de café, así como en las mesas de la cubierta y sobre los pianos. Todos habían sentido de pronto la necesidad de escribir. Al día siguiente llegaba el Goethe a puerto, y las gentes despertaban de su ensueño azul que había durado diez días.

Venían de merendar en las Ventas y paladeaban la última alegría del vino barato, la tortilla de escabeche y la contemplación del mísero paisaje de las afueras, más abundante en techos de cinc, polvo y pianos de manubrio que en aguas y árboles. ¡Qué rabia me da esta gente! decía Teri mirándolos con hostilidad y evitando su contacto . No, rabia no; ¡pobrecitos!

Los indios las emplean, por su resistencia y poco peso, para hacer las parihuelas en que transportan a hombros todo aquello que no puede ser conducido por una mula, como pianos, espejos, maquinarias, muebles, etc. Vamos encontrando a cada paso caravanas de indios portadores, conduciendo el eterno piano. Rara es la casa de Bogotá, que no lo tiene, aun las más humildes.

Sonaban los pianos en atropellada melodía, matizando sus escalas con golpes de timbre; bailaban las parejas, dándose dos vueltas de vals en mitad de la comida; giraban los toldos de los «tíos-vivos» con sus caballitos y carrozas infantiles; asomaban con rítmica aparición por encima de los tejados los verdes esquifes de los columpios, con mujeres de pie agarradas a las cuerdas, chillando como gallinas, las faldas apretadas entre los muslos; y sobre el fondo azul del cielo, la percalina roja y oro de las banderas aleteaba en un ambiente de aceite frito y sebo derretido.

Al atravesar la sala aspiré con delicia el aroma de las flores que se morían en el tazón de Sévres; el piano de Gabriela me pareció como todos los pianos; los pinceles esparcidos en la mesa de trabajo, junto a la acuarela principiada, nada me dijeron de la rubia señorita. Dormí tranquilamente. Así deben dormir los que tienen una buena conciencia. ¡Valiente fiesta!

Sonaba el piano incesantemente en el gran salón bajo los dedos entorpecidos de las señoritas que preparaban su «número». Otros pianos no menos balbuceantes y expuestos a error contestaban desde los extremos de la cubierta, en la sala de los niños y en los camarotes de gran lujo.

En las quintas iluminábanse las ventanas, pasando por ellas sombras agarradas, moviéndose con el contoneo del baile al son de los pianos. En las ventas, las puertas rojas extendían un rectángulo de luz sobre el suelo obscuro, y en su interior sonaban gritos, risas, rasgueo de guitarras, choques de cristales, adivinándose que circulaba el vino en abundancia.

Aquí, dos bodas; en el restaurant de más allá, otras; en último termino, un cortejo nupcial, zarandeándose al compás de los pianos con la panza repleta de peleón. Aquello repugnaba a Luis. ¡Todo Dios se casaba!... ¡Qué brutos! ¡Cuánta gente inexperta queda en el mundo!

Pero como a Luis le habían dicho esto mismo todos los que fueron a hablarle en favor de Ernestina, lo escuchaba como quien oye una música antigua y empalagosa. Vuelto casi de espaldas a su mujer, miraba el camino, los Viveros, bajo cuyas arboledas bullía una alegre multitud. Los pianos de manubrio lanzaban sus chillonas notas, semejantes al parloteo de pájaros mecánicos.