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Desde aquel instante, yo, Rodrigo Moncénigo, barbero del Rey, fui restablecido en mis funciones, así como en los derechos y honores de mi cargo. Habiéndose hecho llevar la Reina una cruz de Calatrava, con el permiso de su augusto esposo, la puso, con su propia mano, en el pecho de Farinelli. Ahí tiene usted continuó el barbero mirando al marqués de Priego cómo fue condecorado el músico.

La melancolía era el castigo impuesto por la Naturaleza a los déspotas de la decadencia occidental. Cuando un rey tenía cierta predisposición artística, como Fernando VI, en vez de gustar la alegría de vivir, moría de tristeza escuchando las arias de tiple con que le arrullaba femeninamente Farinelli.

Cantó de nuevo Farinelli, y el Rey, volviendo en , se arrojó en brazos de la Reina; después salió a la estancia vecina y abrazó a Farinelli, diciéndole: ¡Mi ángel salvador! ¿qué deseas? ¡Pídeme lo que quieras; te lo concederé, sea lo que fuere! A lo que Farinelli repuso: Pido, señor, que Vuestra Majestad cambie de vestido y se haga afeitar...

Tiene usted razón, me sonrojo por la nobleza española. Y ambos, en testimonio de estimación, se dieron las manos al tiempo de separarse. Al salir, el marqués de Priego se encontró por casualidad al lado de Rodrigo Moncénigo. ¿No podría usted, señor barbero le dijo en voz baja, hablar por a Farinelli?

El Duque se inclinó en señal de asentimiento, e Isabel, haciendo un esfuerzo para sobreponerse a su turbación, tomó la palabra y dijo con voz trémula: Vuestra Majestad ignora... y Su Eminencia el cardenal ha debido de decirlo... Que ese matrimonio merece la aprobación de Farinelli le interrumpió la Reina; e Isabel quedó estupefacta.

Arturo Farinelli, profesor en Innspruck, capital del Tirol, y tan docto y entusiasta apreciador de nuestra lengua y literatura, como de la alemana, y de la de Italia, su patria.

Eso no es justo, me dijo Farinelli. Y aquella tarde, en la habitación del Rey, leía versos franceses de un poeta que principiaba a hacerse célebre, de Voltaire, y que Farinelli recitaba con calor y entusiasmo, sobre todo, cuando llegó a este pasaje: Qui sert bien son pays n'a pas besoin d'aieux Bella máxima exclamó el Rey. , señor repuso Farinelli; y es más bella todavía puesta en práctica.

Durante un cuarto de hora fui ensordecido por los aplausos, y decía para con alegría: ¡Pobre joven! ¡te veo perdido!... Comenzó Farinelli... y bien pronto no se aplaudió más... ¡se lloraba!

Hablábase mucho entonces de un joven llamado Farinelli, que gozaba de alguna reputación; el Rey y la Reina deseaban oírnos juntos... Era lógico querer comparar al maestro con el discípulo.

Es Farinelli respondiome el oficial de guardias, que tenía todavía el sombrero en la mano.