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Se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte, entrecerrando los ojos, la nariz vibrátil y, se sentó tranquilo. Veía la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro del monte. Este cerraba el horizonte, a doscientros metros, por tres lados de la chacra.

No tuve necesidad, no obstante, de recurrir a informaciones de nadie; una tarde, mi hombre se acercó espontáneamente y, con acento francés muy pronunciado, me dijo confidencialmente, y mirándome a medias, pues lo hacía con el único ojo que cubría su lente y entrecerrando el otro, mortificado por la luz: ¡Diga, vigilante!... ¿No lo ha visto al mayordomo? No, señor..., ¡ayer no lo vi tampoco!

Estaba con el semblante encendido y, mientras el mancebo le contaba, por fin, la historia de sus amores con la morisca, don Antonio, entrecerrando los ojos, arrimaba de tiempo en tiempo su pañizuelo a la canilla de un barrilillo de ámbar, colocado a su derecha, sobre un taburete de taracea.

Pero, al acercarse a una puerta, su oído comenzó a escuchar un acompañamiento de rabel y una voz juvenil y melodiosa. Despegó azoradamente los labios. ¡Su hija! De estancia en estancia fuese acercando a la alcoba. La puerta mal cerrada dejaba una abertura, pero don Alonso no pudo ver sino a la dueña que, sentada sobre un almohadón, seguía el compás con la cabeza, entrecerrando los ojos.

A pesar de su carácter blando, el inglés tenía sus cuartos de hora de mal humor, y nada le incomodaba más que encontrar una cosa fuera de su sitio, o no encontrarla en ninguna parte: entrecerrando sus ojos de albino, como un murciélago a quien daña la luz, se revolvía en su banco de patas largas, buscando en los cajones, palpando sobre la mesa; convencido de la inutilidad de sus pesquisas, miraba al escribiente, como si quisiera devorarle, pero no decía nada, porque guardaba sus sentimientos y sus pasiones bajo la llave de la reflexión, tan bien, como los objetos de su escritorio.

Y llegando las dos a un corredor oscuro, se abrazaron con ímpetu, consternadas hasta el llanto por aquella penosa evocación de la sombra paterna. Entrecerrando los ojos, apoyó la frente contra el frío cristal de la ventanilla. Y entonces, en aquella profunda lontananza, las dos criaturas se desenlazaron y la miraron a ella con los ojos llorosos, fijamente.

Una tras otra, el toro probó sin resultado su esfuerzo inteligente: el chacarero, dueño feliz de la plantación de avena, había asegurado la tarde anterior los palos con cuñas. El toro no intentó más. Volviéndose con pereza, olfateó a lo lejos entrecerrando los ojos, y costeó luego el alambrado, con ahogados mugidos sibilantes. Desde la tranquera, los caballos y las vacas miraban.

Aquella parte del auto producía de costumbre un hastío general. La multitud, anhelosa de ver comparecer a los relajados, daba, a cada instante, signos de impaciencia. Aguirre bostezó varias veces, y Ramiro, entrecerrando los párpados, apoyó la cabeza contra la negra colgadura que pendía de una ventana.