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A lo largo de la calle, la gente de las ventanas y balcones comenzaba a agitarse con extraño movimiento; los hombres se asomaban cuanto podían, las mujeres se santiguaban y persignaban a escape, levantando los ojos al cielo. Poco después todos los labios proferían una misma exclamación: ¡Los relajados! El espadero tuvo que acercar su boca al oído de Ramiro para decirle: Son los que han de morir.

Corrieron en lo demás las cosas como en el otro Auto, siendo en éste solo catorce los relajados en persona y otros siete en estátua o en sus huesos.

Serian ya las nueve de la noche cuando la justicia Real tenia prevenido el verdugo, alguaciles, ministros, pregoneros y cabalgaduras en que subieron á los relajados y los llevaron fuera de la ciudad á un sitio diputado para quemadero que llaman el Marrubial, campo raso en que está un rollo de piedra mármol, junto del cual habia puestos cinco maderos y en el uno puesta una argolla, y prevenida mucha cantidad de leña.

Y habiéndose entendido por parte del Procurador Real, que había de haber algunos relajados a la Justicia y brazo seglar, mandó levantar un brasero de ochenta piés en cuadro y ocho en alto y disponer en él a buena proporción, veinte y cinco palos con su tablita para asiento de los que habían de morir a garrote y prevenir la leña necesaria para tan grande hoguera.

Eran ya pasadas las cuatro de la tarde cuando el Secretario del Santo Oficio entregó los relajados al Corregidor y a sus tenientes. Los reos fueron montados sobre escuálidos jumentos, y la trágica procesión enderezó por la Calle de las Armas, camino del quemadero. El auto continuaba, pero los familiares, según la nueva costumbre, subieron en sus caballos para presenciar el suplicio.

En la relacion del auto de fe celebrado en Méjico el año de 1549, se lee lo siguiente al tratarse de la ejecucion de varios reos judaizantes: «Fueron relajados para el brasero en persona trece, con quienes se usó la piedad de darles garrote antes de ser quemados: menos en Tomás Trebiño de Sobremonte por su insolente rebeldía y diabólica furia, con que aun habiéndole dado á sentir en las barbas, antes de ponerle en el cadalso, el fuego que le esperaba, prorrumpió en execrables blasfemias, y atraia con los pies á los leños de la hoguera, en la cual tambien ardieron cuarenta y siete osamentas con sus estatuas, y de los fugitivos diez

Por otra parte no se hizo menos venerar la equidad de la Justicia Divina y lo oculto de sus siempre, adorables juicios, en lo mucho, que quiso justificar su causa en la condenación de los tres Reos últimos en la lista de los relajados en persona. Pero qué se había de entender de Escritura Sagrada un Jabonero o un negociante en cintillas?

Y para mayor admiración debe ponderarse, que los años anteriores a éste se habían celebrado en esta ciudad dos Autos Generales, el uno a 2 de Abril de 1645, y el otro más vecino a 13 de Enero de 1675, sacando en el primero quince penitentes por varios crímenes, con cuatro más, relajados en estátua; y en el postrero veinte y cuatro reos, con otros seis en estátua, uno relajado en persona, quemado vivo por obstinado y pertinaz; sin embargo, ni en uno ni en otro Auto salió más que un judío, y este forastero, matritense, que fue el que murió en las llamas; siendo así que de los doscientos y doce que se reconciliaron el año 1679, los más, si no todos, como después confesaron ellos propios, eran ya muy de atrás judaizantes.

Acabóse con todos y puestos sus cadáveres sobre la leña, pegado el fuego, se abrasaron en breve y consumieron todos. REOS RELAJADOS EN EL SEGUNDO AUTO el día primero de Mayo de 1691 Pedro Onofre Cortés de Guillermo, alias Moxina de oficio cobrador de deudas, natural y vecino de esta Ciudad, de edad de cincuenta y cinco años, reconciliado y preso segunda vez por judaizante relapso.

Las dulces oleadas de una sangre generosa henchían lentamente su piel rosada y transparente; todos los resortes de la vida, relajados por tres años de dolor, recobraban su tensión con una alegría visible. Los testigos de aquella transformación bendecían la ciencia como se bendice a Dios. Pero el más dichoso de todos era quizás el doctor Le Bris.