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El retrato del Rey es acabadísimo. La dama de pálido rostro y encantadora cabellera se aproximó entonces, sostenida la cola del vestido por dos pajecillos, y el heraldo anunció: ¡Su Alteza Real la princesa Flavia! Hízome profunda reverencia y tomando mano la beso. Vacilé un momento. Después la atraje hacia y deposité dos besos en sus mejillas, que coloreó el rubor.

Ella era una Princesa, yo un impostor. Pero ¿acaso pensé en ello un solo momento? Lo que hice fue doblar la rodilla ante la bella y tomar su mano entre las mías. Nada dije. ¿Para qué? Me bastaban los suaves rumores de aquella hermosa noche y el perfume de las flores que nos rodeaban, únicos testigos del beso que deposité en sus labios. Flavia me rechazó dulcemente, exclamando: ¡Ah!

Mire usted, señor don Simón: el camino costará, según presupuesto que se ha hecho, sobre tres mil duros. Deposite usted esa cantidad donde mejor le parezca y con condición de que se ha de emplear en esa obra, y yo le doy a usted la votación de todo el ayuntamiento..., y algo más. Eso es desconfiar de ; y sobre todo, yo no puedo pagar tan cara mi elección.

Tomé el cuerpo en mis brazos y lo llevé por el corredor hasta cerca de la puerta del pabellón, donde lo deposité en el suelo, recordando, que necesitábamos azadones para cavar la fosa. En aquel momento regresó Sarto. Los caballos están ahí dijo Uno de ellos es hermano del que le trajo a usted aquí. Cuanto al oficio de sepulturero, puede usted ahorrarse ese trabajo.

Le miré, deposité suavemente el cuerpo de Flavia sobre la hierba, y de pie a su lado, contemplándola, maldije al Cielo por haberme salvado de la espada de Ruperto para hacerme sufrir aquel dolor tan intenso, tan atroz. Había cerrado la noche y me hallaba en la celda que acababa de ser prisión del Rey en el castillo de Zenda.

Tomé su mano y deposité en ella un beso. Señora dije, ha hecho usted un magno servicio al Rey esta noche. ¿En qué parte del castillo lo tienen? Al otro lado del puente levadizo dijo bajando la voz, hay una maciza puerta, y tras ella queda... ¿Oye usted? ¿Qué ruido es ese? Se oían pasos fuera del cenador. ¡Están ahí! ¡Han anticipado su venida! ¡Dios mío, Dios mío! exclamó, pálida como un cadáver.

-Eso no -dijeron ellos-; el dinero se al depósito, y vistámosle de lo reservado. Luego señalémosle su diócesis en el pueblo adonde él solo busque y apolille. Parecióme bien; deposité el dinero y en un instante, de la sotanilla me hicieron ropilla de luto de paño, y acortando el herreruelo quedó bueno.