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AZUCENA. No fui yo; ved, don Nuño, que os engañan. LOS MISMOS, menos AZUCENA y los SOLDADOS NU

AZUCENA. Es verdad, no lo sabes, y sin embargo era mi madre, mi pobre madre, que nunca había hecho daño a nadie. ¡Pero dieron en decir que era bruja!... MANRIQUE. ¿Vuestra madre? AZUCENA. ; la acusaron de haber hecho mal de ojo al hijo de un caballero, de un Conde. No hubo compasión para ella, y la condenaron a ser quemada viva. MANRIQUE. ¡Qué horror!... Bárbaros... ¿Y lo consumaron?

Y cuando la veíamos aparecer entre los árboles más galana y más fresca que una azucena de mayo, no hubo nunca un lucero en el cielo que nos pareciese más hermoso.

El militar paseo tenía por música, además del estruendo de las latas, el reír inmenso de la bandada, el pío pío mezclado de voces prematuramente roncas, y salpicado de esos dicharachos que, al ser escupidos de la boca de un niño nos recuerdan al feo abejón cuando sale zumbando del cáliz de la azucena.

AZUCENA. He orado por ti toda la noche; es lo único que puedo hacer ya. MANRIQUE. Descansad un momento. AZUCENA. Yo quisiera escaparme de aquí, porque me sofoca el aire que aquí respiro... porque van a matarme. Pero me defenderás, no consentirás que te roben a tu madre. MANRIQUE. ¡Gran Dios! AZUCENA. Pero estoy afligiéndote, ¿es verdad? MANRIQUE. No; decid, decid lo que queráis.

AZUCENA. no conoces esa historia, aunque nadie mejor que pudiera saberla. MANRIQUE. ¿Yo?... AZUCENA. Te separaste tan niño de mi lado ¡ingrato! Abandonaste a tu madre por seguir a un desconocido... MANRIQUE. A don Diego de Haro, señor de Vizcaya. AZUCENA. Pero que no te amaba tanto como yo. MANRIQUE. Mi objeto era el de haceros feliz.

AZUCENA. No, yo soy feliz; yo no ambiciono alcázares dorados; tengo bastante con mi libertad y con las montañas donde vivieron siempre nuestros padres. MANRIQUE. ¡Siempre! AZUCENA. Pero, hijo mío, la pobreza tiene muchos inconvenientes, y tu familia los ha experimentado muy terribles. MANRIQUE. ¿Mi familia? AZUCENA. Nada me has preguntado nunca acerca de ella.

Si ántes era una rosa por linda y fresca, es ya la triste niña blanca azucena, que sufre y llora, y lágrimas y penas la descoloran. Y aunque el viejo la guarda como un tesoro, de las miradas torpes de avaros ojos, y celosías no dejan ver su encanto que el sol codicía;

Yo no puedo mirarla sin que se me despegue la carne de los huesos, y no puedo apartarla de , porque el frío de la noche hiela todo mi cuerpo. MANRIQUE. Pero, ¿por qué os habéis querido fijar en este sitio? AZUCENA. Porque este sitio tiene para recuerdos muy profundos... desde aquí se descubren los muros de Zaragoza... éste era, éste, el sitio donde murió. MANRIQUE. ¿Quién, madre mía?

Pero, así bramen vientos y se refosquen cielos, hacia estas islas sacras retornará sus vuelos, ¡como el ave que vuelve a su nidal de amor! Abril, 1920. Mujer, ¿te acuerdas? Con la sien caída, en tu palor marmóreo de azucena, desleías, como un alma buena, todo el rosal de una ilusión perdida. Aquella tarde fué.