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A Peleches no había vuelto él más que una vez, y muy deprisa, desde la muerte de sus hermanos, porque estaba muy lejos, y los negocios mercantiles y los cuidados de la niña le amarraban a Sevilla de día y de noche; pero no por eso le perdía de vista. A la hora menos pensada daría una vuelta por allí, o todas las que fueran necesarias para el mejor logro de sus acariciados planes.

Aunque las antiguas naves se amarraban con cuatro anclas pequeñas de ocho á doce quintales, habiéndose encontrado enterradas en el arsenal de la Carraca dos, forjadas cuando menos al fin de siglo XVI y de forma igual á las del tiempo de Colón , no ha tenido dificultad la Comisión en utilizarlas, aunque excedan en las dimensiones y peso proporcional, dejándolas en el estado en que parecieron; es decir, conservando el sello de su antigüedad, si bien poniendo nuevos los cepos de madera que faltaban; solamente se ha construído de nuevo, con arreglo á los dibujos y reglas de la época, la fornaresa ó ancla de la esperanza.

Me representé a mi país como una inmensa tierra poblada de gentes, todos fraternalmente unidos; me representé la sociedad dividida en familias, en las cuales había esposas que mantener, hijos que educar, hacienda que conservar, honra que defender; me hice cargo de un pacto establecido entre tantos seres para ayudarse y sostenerse contra un ataque de fuera, y comprendí que por todos habían sido hechos aquellos barcos para defender la patria, es decir, el terreno en que ponían sus plantas, el surco regado con su sudor, la casa donde vivían sus ancianos padres, el huerto donde jugaban sus hijos, la colonia descubierta y conquistada por sus ascendientes, el puerto donde amarraban su embarcación fatigada del largo viaje; el almacén donde depositaban sus riquezas; la iglesia, sarcófago de sus mayores, habitáculo de sus santos y arca de sus creencias; la plaza, recinto de sus alegres pasatiempos; el hogar doméstico, cuyos antiguos muebles, transmitidos de generación en generación, parecen el símbolo de la perpetuidad de las naciones; la cocina, en cuyas paredes ahumadas parece que no se extingue nunca el eco de los cuentos con que las abuelas amansan la travesura e inquietud de los nietos; la calle, donde se ven desfilar caras amigas; el campo, el mar, el cielo; todo cuanto desde el nacer se asocia a nuestra existencia, desde el pesebre de un animal querido hasta el trono de reyes patriarcales; todos los objetos en que vive prolongándose nuestra alma, como si el propio cuerpo no le bastara.

Primeramente los amarraban, al venir de la libertad de la dehesa, para que se acostumbrasen a comer en el pesebre; luego salían al campo, frente al cortijo, con cabezón y una larga cuerda, para dar vueltas como en un picadero, y que aprendiesen a tranquear, a poner la pata de atrás donde habían puesto la delantera, o más allá, si era posible.