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Actualizado: 23 de julio de 2025


Argensola lo reconoció al pasar junto á un farol: «El amigo TchernoffEl ruso, al devolver el saludo, dejó escapar del fondo de su barba un ligero olor de vino. Sin invitación alguna arregló su paso al de ellos, siguiéndoles hacia el Arco de Triunfo. Julio sólo había cruzado silenciosos saludos con este amigo de Argensola al encontrarle en el zaguán de la casa.

Resuenan en el ancho zaguán los golpes del Caballero. Ante la puerta hostil y cerrada se levanta, como un oleaje, el vocerío de la hueste mendicante y los viejos criados despedidos de la casona. ¡Abran a su padre! ¡Abran a su padre! ¡Derribad la puerta! ¡Mis verdaderos hijos sois vosotros! ¡Tengan caridad para su padre! ¡Caridad y respeto! ¡Caridad y respeto! ¡Eso lo da sólo el amor!

De estas pesadumbres públicas venían hablando el de la barba larga, el anciano de rostro triste, y Juan Jerez, cuando este, ligado desde niño por amores a su prima Lucía, se entró por el zaguán de baldosas de mármol pulido espaciosas y blancas como sus pensamientos. La bondad es la flor de la fuerza.

La venida al mundo de un Febrer era un acontecimiento del que se hablaba en toda la ciudad. La gran dama parturienta permanecía recluida en su palacio cuarenta días, y en todo este tiempo las puertas estaban abiertas, el zaguán lleno de carrozas, la servidumbre formada en la antecámara, los salones llenos de visitas, las mesas cubiertas de dulces, bizcochos y refrescos.

Toda la servidumbre se asomaba al zaguán; los mozos de las cuadras se hacían los encontradizos en la corralada, y Rita, detrás del señorito, se enjugaba los ojos en silencio. Partió Salvador, diciéndoles a todos con la mano un adiós afectuoso; llevaba en el semblante extraña expresión de angustia.

Cuando llegó á Nápoles, fatigado por un viaje de cuarenta y ocho horas, le pareció que el cochero se dirigía con demasiada lentitud hacia el viejo palacio de Chiaia. Al atravesar el zaguán con su pequeña maleta, le cortó el paso la portera, gruesa comadre de pelo encrespado y polvoriento, que sólo había entrevisto algunas veces en las profundidades de su caverna.

Febrer llegó a casa de «la Papisa»: un zaguán semejante al suyo, aunque más cuidado, más limpio, sin hierbas en el pavimento, sin grietas ni desconchaduras en las paredes, con una pulcritud monacal. Arriba le abrió la puerta una criadita pálida, vestida con el hábito azul de una cofradía y cordón blanco. Esta muchacha no pudo reprimir un gesto de sorpresa al reconocer a Jaime.

Era, al mismo tiempo, posada y taberna con honores de club, pues allí por la noche se reunían varios vecinos de la calle y algunos campesinos a hablar y a discutir y los domingos a emborracharse. El zaguán negro tenía un mostrador y un armario repleto de vinos y licores; a un lado estaba la taberna, con mesas de pino largas que podían levantarse y sujetarse a la pared, y en el fondo la cocina.

Cuando esta se abrió, por unánime impulso se precipitaron dentro, e invadieron el zaguán en tropel, sin hacer caso de los esfuerzos del portero para conservar el orden; pero en vez de subir a los talleres, se estacionaron allí, apretadas, amenazadoras, cerrando el paso a las que, llegando tarde, o ajenas a la conjuración, intentaban atravesar más allá de la portería.

«...Que los porteros no dejaron entrar al embozado, que se sentó en el poyo del zaguán. Que el declarante se puso á esperarle; que á poco entró en el zaguán don Francisco de Quevedo y Villegas...» ¡Ah! dijo el duque. ¡Pecador de ! murmuró Quevedo.

Palabra del Dia

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