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Actualizado: 29 de julio de 2025
Y por sobre los templos hindús, con sus torres de colores y su monte de dioses de bronce a la puerta, dioses de vientre de oro y de ojos de esmalte, está, lleno de sedas y marfiles, de paños de plata bordados de zafiros, el Palacio Central de todas las tierras que tiene Francia en Asia: en una sala, al levantar una colgadura azul, ofrece una pipa de opio un elefante.
El casamiento de Blanca Montifiori había reunido en su casa a las mujeres más lindas del día. El reportaje ya había hecho el inventario de los regalos. ¡Qué maravillas! Una novia como Blanca, fuera de los mil ramos que son de orden, no podía recibir sino diamantes, perlas y zafiros.
Los arroyos que corren por la montaña no arrastran, como nuestros torrentes, despreciables guijarros y arena: llevan consigo polvo de rubíes, granates y zafiros: el bañista que nada entre sus ondas puede revolcarse, como las sirenas, en un lecho de piedras preciosas.
Encima de la mesa, pero sin tocar a ella, como suspendido en el aire, había un montón de piedras preciosas, con diferentes brillos, luces y matices, encarnadas unas, azules o verdes otras. ¡Jesús, qué preciosidad! ¿Acaso Doña Paca, más hábil que ella, había efectuado el conjuro del rey Samdai, pidiéndole y obteniendo de él las carretadas de diamantes y zafiros?
Más allá tal vez estaría un infinito piélago de color y de luz, de donde al amanecer surgiría la aurora vertiendo claridad y oro, zafiros y rubíes por el éter, y abriendo paso al resplandeciente carro del sol, que vendría en pos de ella. Tal vez eran sueños y delirios las opiniones de antiguos sabios griegos sobre la esfericidad de la tierra.
Y así llegaron los cuatro ciegos al palacio del rajá, que era por fuera como un castillo, y por dentro como una caja de piedras preciosas, lleno todo de cojines y de colgaduras, y el techo bordado, y las paredes con florones de esmeraldas y zafiros, y las sillas de marfil, y el trono del rajá de marfil y de oro. «Venimos, señor rajá, a que nos deje ver con nuestras manos, que son los ojos de los pobres ciegos, cómo es de figura un elefante manso.» «Los ciegos son santos», dijo el rajá, «los hombres que desean saber son santos: los hombres deben aprenderlo todo por sí mismos, y no creer sin preguntar, ni hablar sin entender, ni pensar como esclavos lo que les mandan pensar otros: vayan los cuatro ciegos a ver con sus manos el elefante manso.» Echaron a correr los cuatro, como si les hubiera vuelto de repente la vista: uno cayó de nariz sobre las gradas del trono del rajá: otro dio tan recio contra la pared que se cayó sentado, viendo si se le había ido en el coscorrón algún retazo de cabeza: los otros dos, con los brazos abiertos, se quedaron de repente abrazados.
Al comienzo de nuestras relaciones he visto á Lea en peinador de seda, con unos zafiros de veinte mil francos en las orejas, almorzando unos arenques en una mesa sin mantel, en un plato desportillado y con vino de champagne bebido en tazas de cocina. El orden, el decoro de la vida eran letra muerta para ella. Lo importante, lo que ella satisfacía ante todo, era su capricho.
Un día recibió el emperador un paquete que decía «El Ruiseñor» en la tapa, y creyó que era otro libro sobre el pájaro famoso; pero no era libro, sino un pájaro de metal que parecía vivo en su caja de oro, y por plumas tenía zafiros, diamantes y rubíes, y cantaba como el ruiseñor de verdad en cuanto le daban cuerda, moviendo la cola de oro y plata: llevaba al cuello una cinta con este letrero: «¡El ruiseñor del emperador de China es un aprendiz, junto al del emperador del Japón!»
Sorege podía hablar á su antojo; Lea no trató de interrumpirle ni una sola vez. Apoyada en la chimenea y con el codo sobre la guarnición, jugaba maquinalmente con una larga aguja de sombrero, de cabeza de oro incrustada de zafiros. Pinchaba con distracción el peluche de la chimenea y no parecía prestar la menor atención á lo que decía Sorege.
Después de un breve sueño, despertó creyendo firmemente que en la salita próxima había unas esportonas o seretas muy grandes, muy grandes, llenas de diamantes, rubiles, perlas y zafiros... En la obscuridad de las habitaciones nada podía ver; pero de que aquellas riquezas estaban allí no tenía la menor duda.
Palabra del Dia
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