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Actualizado: 25 de junio de 2025
Las tremendas acusaciones de Draper contra España están puestas en su libro con mero intento teórico, á fin de que en su ramplona filosofía de la historia figuremos nosotros como un pueblo precito, y á fin de que, en el drama cuya acción es el desenvolvimiento de la inteligencia humana y el paso de la edad de la fe á la edad de la razón, haga España el papel más odioso.
Iba siempre con los bolsillos repletos de hojitas impresas que contenían oraciones, de pequeñas estampas y de periódicos de religiosa procacidad que le entregaban las asociaciones católicas para que los repartiese. Maltrana le había tropezado un amanecer cerca de la plaza de la Cebada peleándose de palabra con un carretero porque arreaba sus bestias con acompañamiento de tremendas blasfemias.
Se repetían los comentarios que habíamos oído en lo de Bringas; la muerte del Conde romano producía entre las visitas extensas lamentaciones y tremendas protestas contra los cobardes enemigos. Mi tía contó cómo había conseguido comprar uno de los primeros boletines.
Refirió entonces Maxi un pasaje curiosísimo y reciente de la historia de la tal Mauricia, que había sido contado aquella misma tarde, después de la cura, por el Sr. de Aparisi, uno de los que solían ir de tertulia a la botica. «Pues esa buena pieza, en una de las tremendas borrascas que le produce el maldito vicio, fue recogida de la calle por los protestantes, que tienen su capilla y casa en las Peñuelas». Enterose doña Guillermina, la señora esa que pide para los huérfanos de la calle de Alburquerque, y lo mismo fue saberlo, que volarse... Vean ustedes.
Rodaba el coche de Gallardo con lento paso, para no atropellar a los grupos de espectadores que salían de la plaza. Estos se apartaban ante las mulas, pero al reconocer al espada parecían arrepentidos de su amabilidad. Gallardo adivinaba en el movimiento de sus labios tremendas injurias. Pasaban junto al coche otros carruajes ocupados por hermosas mujeres con mantillas blancas.
¡Una palomita! exclamó D. Jeremías sonriendo sarcásticamente. ¡Una palomita!... ¡Un raposo! profirió con grito horrísono. Un raposo a quien hay que cortar las orejas, a quien hay que desollar vivo. Y comenzó de nuevo a dar paseos agitados lanzando al mismo tiempo tremendas imprecaciones. Al fin se dejó caer en una silla y se puso a contar lo que le pasaba. No era eso lo peor.
¡Caramba! exclamo . He hecho una atrocidad sin querer. El otro día se conmovió el Heraldo por un artículo mío, y ahora este Castrovido dice esas cosas tremendas hablando de otro... ¡Caramba! Yo no me atrevo a salir a la calle, a ir tímidamente al Ateneo, a pedir un libro en la Biblioteca, a entrar en la librería de Fe... ¿Tomaré el tren otra vez? Sí, sí; es preciso que yo coja el tren otra vez.
Baste para mi intento de convencerte de la aptitud y del poder que hay en ti, tanto para lo bueno como para lo malo, la ilimitada confianza que en mí pusiste y la constancia y el valor con que te sujetaste a mis conjuros, arrostraste pruebas tremendas y no retrocediste, lleno de terror, ante mis mágicas operaciones.
Al subir por entre rotos muros las empolvadas escaleras del sombrío edificio de las Prisiones, resuenan los pasos del extranjero en el seno de la mole granítica y de ladrillo durísimo, produciendo ecos recónditos que parecen los lamentos de las víctimas un tiempo amontonadas bajo aquellas bóvedas tremendas.
Tom Sickles, sin cuidarse del hombre tendido en tierra, miraba correr el coche, apretando los puños y dirigiendo en inglés tremendas imprecaciones, no a los caballos, sino a su ilustre señora y dueña.
Palabra del Dia
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