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Y el recién llegado hablaba y hablaba, para satisfacer su curiosidad ansiosa de novedades. En la terraza del fumadero encontraron a todos los Kasper sentados a una mesa gravemente, como si celebrasen un consejo de familia. Frente a Nélida estaba un mocetón alto, tostado por el sol y de mirada dura. Maltrana pasó rápidamente mirando a otro lado, cual si quisiera evitarse saludos y presentaciones.

Por fin, después de muchas cartas, don Pedro parece que lo ha arreglado todo; le ha contestado a mi administrador que esté tranquila, que tendré la mejor mesa, junto a la terraza y al lado del caminito para ver entrar y salir la gente. ¿Y para que te vean? No, eso no me importa. ¿Quién se va a fijar en , en una pobre viuda? Vamos... no sea hipócrita conmigo. ¿Piensas bailar?

Siguieron marchando en silencio los expedicionarios hasta llegar a la terraza, donde comenzaba la bóveda, y allí respiraron libremente. En medio del paisaje vieron a los contrabandistas Brenn, Pfeifer y Toubac, con sus amplias capas grises y sus sombreros de fieltro negro, sentados alrededor de una hoguera que se extendía a lo largo de la peña. Marcos Divès les dijo: ¡Aquí estamos!

Le llevó hacia la terraza y cruzaron las anchas avenidas del jardín donde las flores ponían toques de encendido color y donde las madreselvas llenaban el aire con su penetrante perfume. Como el primer día, se apoyó Camila suavemente en su brazo y le hizo admirar de una en una, sus plantas y sus flores.

Susana decía que los hombres eran unos papanatas, y yo comparto las opiniones de Susana. ¡Oh, oh! dijo el comandante, mirándome con un aire tan bondadoso, que tuve miedo de estallar en sollozos; ¡tanta misantropía en tanta juventud! No contesté nada, y como en aquel momento llegábamos a una espaciosa terraza, me escapé de su brazo y corrí a esconderme tras una enorme arcada.

No; no debo escucharlo más; es bastante por hoy. Quédese aquí buscando frases nuevas; nada inspira como la caída de la tarde. Y con una voz que la alegría y también la emoción contenida hacían temblar un poco, añadió, subiendo a la terraza del Casino: ¡Adiós, adiós! querido flirt. El tiempo transcurría rápidamente para la alegre banda.

Fernando pensó que tal vez hacía horas le miraba Maud, sin que él se percatase de ello, y esto le produjo cierta irritación. Se separó de su amigo para dirigirse corriendo a los pisos altos del buque, y antes de llegar a ellos oyó que la música rompía a tocar una marcha. El cortejo neptunesco avanzaba hacia la terraza del fumadero, donde iban a ser bautizadas las señoras.

Dijo esto en tono de jovial conformidad, cual persona que sacrificaba sus gustos y su bienestar al amistoso capricho de una Reina. Guiábanos por el corredor, y cuando salimos a la terraza para acortar camino, señaló con aire imponente a una fila de puertas diciendo: «Esta parte es la que voy a ocupar.

Salte a la terraza». Las más de las veces negábase Rosalía. «No estoy yo para paseos... déjame». Pero algunas tardes salía. El señor de Pez la acompañaba. Un día que él salió primero, porque verdaderamente se ahogaba en el caldeado gabinete, la vio aparecer con su bata grosella, adornada de encajes, abanicándose. Estaba elegantísima, algo estrepitosa, como diría Milagros; pero muy bien, muy bien.

Este había salido de la terraza por el salón de lectura, y entrando en un gabinete, cogió pluma y papel, y con letra inverosímil, púsose a escribir esta carta: «Mi querida María...».