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No tenía más familia que una sobrinita llamada Irene, de unos nueve o diez años, huérfana de un hermano de García Grande que había sido caballerizo de S. M. Esta era la inseparable amiguita de la niña de Bringas, y por las tardes se las veía, muñeca en mano y merienda en boca, jugando en la terraza o en las partes más claras de aquellas luengas calles cubiertas.

Está situado en una meseta o cornisa que forma la falda de la colina, a una altura bastante considerable ya sobre el nivel del río. El edificio no es grande ni ofrece mucho de particular en el estado de abandono en que se halla; pero delante de él hay una especie de terraza, desde donde se divisa uno de los paisajes más hermosos que pueden verse en ninguna parte del mundo.

Neptuno, en mitad de la terraza con todo su séquito, procedió al bautizo de las pasajeras. Ocupaban éstas varias filas de bancos, como en un colegio, y cada vez que se levantaba una para recibir el agua lustral, los músicos lanzaban por sus largos tubos de cobre un rugido de bélica trompetería semejante al de las escenas wagnerianas.

Pasan incesantemente los automóviles ligeros del ejército americano. Son innumerables; se les encuentra en las calles, en los caminos de la costa, subiendo como hormigas roncadoras las faldas de los Alpes. Una vida robusta, alegre, confiada, una vida de veinte años parece reanimarlo todo. El concierto en la terraza lo da una banda de música americana.

Se acodaron los dos amigos en el balcón de la terraza del fumadero, viendo a sus pies los emigrantes septentrionales que llenaban la explanada de popa. Maltrana había estado entre ellos un buen rato antes de bajar a los frigoríficos. Crea usted que se necesita valor para permanecer entre esas gentes.

Bien, señora, dijo el barón; esa es sin duda la respuesta que en iguales circunstancias me hubiera dado mi inolvidable esposa, para quien son mis últimos pensamientos. ¿Qué es esto, señor barón? exclamó en aquel momento Roger con fuerte voz, desde el lado opuesto de la terraza. ¿Esto? ¡Por San Jorge! dijo el barón acudiendo presuroso, un montón de proyectiles para bombardas.

Ferragut también quería morir en Nápoles... ¡pero con ella!... Y su imaginación pronta y exuberante describió las delicias de una vida á dos, de amor y de misterio, en cualquiera de las pequeñas «villas» con jardín asomadas sobre el mar en la ladera de Possilipo. Los bailarines habían pasado á una terraza interior, donde era más grande la concurrencia.

Por fin abrió el balcón y salió a una pequeña terraza, recostándose de bruces sobre el antepecho de mármol. La noche era caliente y poblada de estrellas. El paisaje severo, erizado, dormía bajo su dosel alargando la sombra inmensa de sus collados. Reynoso abría los ojos sin ver, tendía los oídos sin oír, no viendo ni oyendo más que los latidos de su corazón desgarrado.

Lubimoff pasó más de una hora, muellemente hundido en un sillón del bar, oyendo á Castro. Las ramas de los grandes árboles de la terraza arañaban dulcemente los vidrios de las ventanas en la penumbra del crepúsculo. Atilio exteriorizó su melancolía lamentando la parquedad del .

Vagaban indolentes por la terraza, como si hicieran tiempo, Pez, Rosalía y la hermana del intendente. Esta fue a la vivienda del sumiller, y la elegante pareja se quedó sola... El pobre D. Manuel era en verdad digno de lástima.