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Actualizado: 22 de junio de 2025
Prefiero creer y decir que usted es tonto. ¡Sería tan infame saber y disimular! No; usted ignora lo que en Madrid sabe todo bicho viviente. Usted no disimula. No se disimula con tanta habilidad. Discreto es el Conde de Alhedín, discreta es doña Beatriz, y sin embargo no han disimulado.» Así terminaba la infame carta. Ni una palabra más. No tenía firma. La letra parecía contrahecha.
Y las pruebas eran el fajo de cartas que estaba arriba, entre planos y cuadernos de cálculos; hojas de papel satinado, de suave color de rosa, en las que Pepita juraba quererlo «más que á su vida» y terminaba invariablemente «tuya hasta la muerte.» Para Sanabre, estos juramentos eran más solemnes é inconmovibles que las sentencias de un tribunal.
Su orgullo bonachón creía haber perdido lamentablemente el tiempo cuando terminaba el año sin haber hecho noventa visitas a estas ilustres damas, a las que llamaba por antonomasia «nuestras tías». Ojeda le confió sus bienes para seguir sin preocupaciones una vida doble de placeres.
Cuando terminaba la cura, Mario preguntó a su esposa en voz baja: ¿Y tu padre, dónde está? No lo dijo tan bajo que no llegara a los oídos de D.ª Carolina. ¡En el infierno! exclamó con acento rabioso. ¡Allí debía estar ese bárbaro!
Mi padre lo vio. Jaime hizo un ademán de protesta. No; nada del capitán Riquer. Se sabía de memoria la hazaña. En tres meses que salían juntos al mar, raro era el día que terminaba sin el relato del suceso.
El Tarumbo no llevaba nunca labor propia; pero, en cambio, estaba siempre pendiente de la que hacían los demás. Cuando el Topero terminaba un par de abarcas, le traía otro del montón de las que tenía preparadas, y lo mismo hacía con las zapitas de Pepazos y con las banillas o las colodras o las cebillas de los que las necesitaban.
Esto se preguntaban todos los ojos y esto excitó todas las curiosidades, mientras los doce Grandes que aún quedaban por cubrir leían sus discursos y terminaba la ceremonia. Levantóse al fin el rey, y con la cabeza descubierta dio una vuelta a la antecámara, hablando y saludando a todos los Grandes.
La operación, pasados los cuarenta días de penitencia, terminaba por escribir en un papelito, como los de cigarro, ciertas palabras mágicas que él sabía, él solo; luego se soltaba el papelito en el aire, y mientras el viento lo llevaba de aquí para allá, ella y él rezarían devotamente oraciones mochas, sin quitar los ojos del papel volante.
La verja quedó abierta, y ya no volvió á cerrarse nunca. Terminaba el derecho de propiedad. Se detuvo ante la entrada un automóvil enorme cubierto de polvo y lleno de hombres. Detrás sonaron las bocinas de otros vehículos, que se avisaban al detenerse con seco tirón de frenos.
La tripulación terminaba los preparativos. El capitán prescindía ya enteramente de los convidados y, diligente y afanoso, recorría el barco de proa á popa fijando sus ojos escrutadores en el aparejo y cambiando rápidas palabras con el piloto y contramaestre. Los amigos de Velázquez, comprendiendo que era llegado el momento de partirse, quedaron otra vez graves y taciturnos.
Palabra del Dia
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