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Actualizado: 2 de julio de 2025


Pero después, cuando Muñoz llegaba a su presencia, ávido y tembloroso de la felicidad leída, todo el encanto se mudaba en decepción. Entonces se complacía en hacerle sufrir y de sus lindos labios sólo salían palabras de burla. ¿Por qué le preguntaba Muñoz desesperado por qué no es usted la Adriana de sus cartas? Ella, sin responder, sonreía vagamente.

El maníaco marqués estaba tan tembloroso, tan desencajado y lívido como si sobre él pesase una terrible desgracia. Su confusión y dolor se aumentaron cuando Amparo le ordenó marcharse. No convenía que le viese Salabert allí. Rogó con los mayores extremos que le permitiese aguardar el fin de la aventura; pero fué en vano.

Cedí y ordené a Sa-Tó que fuese a proponer a la turba una copiosa distribución de oro, si ella consentía en regresar a sus casas y respetar en nosotros a los huéspedes enviados por Buda. Sa-Tó subió a la escalera de la galería, todo tembloroso, y empezó a arengar a la multitud, braceando, lanzando las palabras con la violencia de un can que ladra.

El rico-hombre hace entonces otra tentativa para huir; Don Pedro, con voz de trueno, le dice ¡quedaos! y él pronuncia tembloroso algunas palabras para disculparse. Quien no me tiene temor, ¿Cómo se turbó á mi vista? Yo no me turbo. A vuestros pies, gran señor... El guante se os ha caído. ¿Qué decis? Que yo he venido... ¿Dúdolo yo?

¡Habla, villano! ¿Qué significa ese rumor? preguntó en buen castellano el señor de Fenton al tembloroso guía. ¡Ya dónde estamos! exclamó éste. El ejército acampa en aquel valle. Salgamos de esta cañada y desde esa altura que á la izquierda queda veréis las tiendas del rey.

Pasajeros y soldados no podían tenerse de pie sobre el buque, tembloroso por la velocidad y próximo a romperse. El piloto Carreño, sentado en el tabernáculo, tenía que agarrarse a su cadira de mando para que el loco movimiento de la nave no lo arrojase al mar. Los demonios, espíritus traviesos, ejecutaban las maniobras al revés de las voces náuticas que daba Carreño.

Y obedeciendo a una fuerza superior que nacía no se sabe en qué parte de su turbado ser, el tembloroso anciano marchó hacia la puerta. ¿Iba en busca de la milagrosa copita?... De pronto se detuvo, diose una manotada en la frente, se echó a reír, y mirando a Isidora con gozo, dijo: «¡Maldita memoria mía! Ya no me acordaba... ¿De qué? Tranquilízate, José.

Figurábase que al través de la madera, cual si esta fuera un cristal, veía el párpado tembloroso de Ido y su cara de pavo, que ya le era odiosa como la de un animal dañino. «No, no abro... pensó . Es una serpiente... ¡Qué hombre! Se finge el loco para que le tengan lástima y le den dinero». Cuando le oyó bajar las escaleras volvió a sentir deseos de más explicaciones.

Aldea entró, y el brazo atrajo a la puerta, que volvió a quedar instantáneamente cerrada, mientras Lázaro, pálido y tembloroso, como clavados los pies en el suelo, escuchaba alejarse, sin saber en qué sentido, los pasos de dos personas, que andaban de puntillas para no producir ruido sobre los mármoles del piso. ¿Qué hacer en tan horrible situación? ¿A quién pedir auxilio? ¿A quién llamar?

Basilio le oyó bajar las escaleras con paso desigual, atropellado; oyó un grito ahogado, grito que parecía anunciar la llegada de la muerte, profundo, supremo, lúgubre, tanto que el joven se levantó de su silla, pálido y tembloroso, pero oyó los pasos que se perdían y la puerta de la calle que se cerraba con estrépito. ¡Pobre señor! murmuró, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

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