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Actualizado: 4 de junio de 2025


Cuando llegamos a casa, al tiempo de separarnos, la hermana San Sulpicio me dijo: Oiga: ¿podría proporcionarme esa novela de que me hablaba? ¿La de Maximina? : pediré permiso a la superiora y al confesor para leerla. Creo que me lo concederán... Y si no me lo conceden, la leeré de todos modos, aunque me cueste una severa penitencia.

La superiora, entonces, le había mandado lamerla delante de la comunidad y de las otras niñas. Lo hizo por no dar mal ejemplo; pero en seguida se levantó y se fue a encerrar en su celda. La hermana Desirée la siguió y quiso traerla de nuevo a la mesa, a viva fuerza. Comenzó a reprenderla ásperamete, diciéndole mil insultos, y hasta trató de golpearla.

«Dígale por Dios a la Superiora que estoy arrepentida y que me perdone... que yo cuando me da el toque y me pongo a despotricar soy un papagayo, y la lengua se lo dice sola. Sáqueme pronto de aquí, y trabajaré como nunca, y si me mandan fregar toda la casa de arriba a abajo, la fregaré.

No hay averías importantes dijo MartínAdelante! Los viajeros entonaban un coro de quejas y de lamentos. Desengancharemos y montaremos a caballo dijo Bautista. Yo no. Yo no me muevo de aquí replicó la superiora. La llegada del coche y su batacazo no habían pasado inadvertidos, porque, pocos momentos después, avanzó del lado de Viana media compañía de soldados.

He sabido que no era ya superiora por la monja que salió a abrirme en el colegio; una monja guapa, por cierto, con ojos muy severos y acento extranjero. ¡Ah, ! La hermana Desirée. Mal genio debe de tener. ¡Condenadísimo! No somos amigas. Cuando era educanda no me dejaba vivir. Hasta que un día vino el trueno gordo, ¿sabes?, quiero decir, hasta que le rompí la cabeza.

Vamos, usted está loco o quiere quedarse conmigo... y conmigo no se queda nadie, se lo advierto. Yo conozco esas monjas desde hace cinco o seis días. He sido llamado como médico por la madre superiora, después las he acompañado alguna vez por cortesía. Nada más que esto.

Desde entonces quedó como un guante. ¡Romperle la cabeza! exclamé, sorprendido. Me lo explicó con lujo de pormenores. Un día, a la comida, advirtió que su cuchara tenía cardenillo, y lo dijo en voz alta. La hermana Desirée, que tenía la intención de un veragua, tomó la cuchara, la limpió y se fue a la superiora con el cuento de que no quería comer con ella por capricho.

A todo esto, ni la superiora ni las hermanas habían preguntado quién era yo y cómo y por qué se encontraba Gloria en aquel sitio. Dirigíanme con disimulo vivas miradas de curiosidad, advirtiéndose que les embarazaba mi presencia. Yo no había despegado los labios. Mi esposa, picada, sin duda, de aquella preterición, les dijo de pronto: ¿No saben vuestras caridades que me he casado?

Después de todo, ¿qué tenía de particular, vamos a ver, que yo, siendo amigo y médico a la sazón de la madre superiora, viviendo en la misma casa que ellas, las acompañase alguna vez en el paseo?

La monja que había reprendido a su compañera se destacó del grupo para decirle: Madre, la hermana Luisa acaba de jactarse de coser mejor que la hermana Isabel y se ha impacientado mucho porque le dije que no debía hacerlo. ¿Es verdad, hija mía? preguntó en tono severo la superiora. La hermana Luisa bajó la cabeza.

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