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Actualizado: 4 de mayo de 2025


En un pueblecito de Castilla llamado Astudillo existía un convento de Carmelitas Descalzas, donde estaba de superiora una prima suya. Era un retiro dulce, remoto; no había más que diez o doce monjas: un rinconcito del cielo, como le decía cierto capellán que lo había visitado. A ése se empeñó en ir, y su confesor no tuvo al fin más remedio que ceder.

Sintieron venir a la Superiora, y rápidamente se levantaron y se pusieron a brochar otra vez. La monja miró el piso, ladeando la cara como los pájaros cuando miran al suelo, y se retiró. Un rato después, las dos arrepentidas volvieron a pegar su hebra. «No aportaste más por allí.

Estaba la Superiora hablando con Sor Antonia en la puerta de una celda, cuando llegó muy apurada una reclusa, diciendo: «Le he mandado que venga y no quiere venir. Me ha querido pegar. ¡Si no echo a correr...! Después cogió un montón de aquella basura y me lo tiró. Mire usted...». La recogida enseñó a las madres su hombro manchado de mantillo.

Este pensamiento me sobresaltó. Aproveché la primer coyuntura para entrar en conversación aparte con la superiora. Con cierta astucia, que no había reconocido en hasta entonces, fui llevándola adonde era mi propósito, y pude averiguar una noticia que hizo brincar a mi corazón. La hermana San Sulpicio necesitaba renovar sus votos en el mes entrante, que era cuando terminaban los cuatro años.

Inmediatamente la superiora entró en la celda que mi madre ocupaba, y vio que el agua caliente se derramaba por el suelo rebosando del baño; la espita abierta, lanzaba a borbotones sobre el cuerpo desnudo de mi madre, aquel hirviente líquido, parecido a un manantial de fuego, que abrasándole pecho y espaldas la había privado del conocimiento.

Don Luis, pensando que su hija estaba mala, fue inmediatamente a verla y, a disgusto de la superiora, hubo que traer la niña a presencia del padre, quien pasó un rato muy malo observando que su Paz, sin estar castigada, ni enferma, se allanaba de buen grado a permanecer allí, en vez de irse a pasar el día con él.

El general mandó un ayudante suyo, y media hora después estaba el capitán Briones, que reconoció a Martín. El general los dejó a todos libres. Martín, Catalina y Bautista iban a marcharse juntos, a pesar de la oposición de la superiora, cuando el capitán Briones dijo: Amigo Zalacaín, mi madre y mi hermana exigen que vaya usted a comer con ellas.

Palabra del Dia

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