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Actualizado: 18 de noviembre de 2025
Al glosar así su dicha, quitábase Miranda el sombrero y buscaba en los bolsillos del sobretodo la gorrilla de viaje roja y negra a cuarterones. Hay movimientos que por instinto nos recuerdan otros, cuando los ejecutamos. El antebrazo de Miranda, al descender, notó un vacío, la falta de algo que antes le estorbaba.
Era un hombre pequeño, encorvado, de cabeza blanca, miserablemente vestido, con un sombrero blando, grasiento, de color gris, echado a un lado; un verdadero florentino típico del pueblo. En los mercados lo conocían con el nombre de «Babbo Carlini», según supe después, y las cocineras y sirvientas encontraban placer en hacerlo el blanco de sus travesuras y bromas.
Suéltase entonces la carcajada en el corrillo, y empiezan los comentarios sobre el viejo, sobre el sombrero, sobre la calva, sobre el frac verde. Nada causa más risa que la extrañeza y el enfado del pobre; sin embargo, nada más natural.
Allí va á haber robla. El que está apoyado sobre sus engalanadas cabezas, hombre que tiene la suya algo más sucia, calzones de manga corta, con un tirante sólo, chaqueta al hombro y sombrero de copa alta, más que medianamente apabullado, es el dueño de la pareja, y conocido y honrado en su pueblo por el nombre de Antón Perales.
Calose su sombrero de fieltro, y, echándose a los hombros la segoviana capa, se dirigió, precedido de su paje, a la casa de juego. La luna no había salido aún, y al bajar por la Rúa, hacia el Adaja, Ramiro contemplaba las constelaciones. ¡Quién hubiera podido leer en aquella escritura suntuosa y estremecida! A eso de las cinco de la mañana estaba de vuelta en su aposento.
Estrecháronse luego las manos, é hicieron su cortesía; ceremonia que duró medio cuarto de hora, porque una á una, no todas á un tiempo, hicieron sus respectivas genuflexiones. Mientras tanto estuvo el Rey de pie con el sombrero en la mano; después se inclinó cortesmente ante la Reina; ésta ante la Infantita, y todos se dieron las manos y salieron.
Hay que vengarse, perdiéndoos a todos y arrastrándoos a la ignominia. Nosotras nos vengamos con nosotras mismas. «Isidora, Isidora le dijo Augusto con profunda pena : valdría mil veces más que te murieras. No pienso en tal cosa... Te diré. Cuando estaba en la cárcel quise matarme. La vida me pesaba como un sombrero de plomo.
Dos hombres en una lancha recorrieron con un largo remo el fondo, sin dar con el cuerpo del desgraciado joven. Al cabo tropezaron con él. Se trajo un gancho, y tirando lo sacaron a flote en el mismo momento en que don Melchor, demudado, convulso, sin sombrero, llegaba al muelle, noticioso del terrible lance. ¡Hijo de mi alma! gritó el pobre anciano al ver sobre el agua el cadáver de su sobrino.
Suspiró hondamente, y abriendo otra vez el maletín, notó que la seda del sombrero de canal se estropeaba con la tapa. «No cabe», pensó, y parecióle enorme dificultad para su viaje no poder acomodar la canaleja. Miró el reloj: señalaba las diez.
Recogí el sombrero, me lo puse, y volví a alzar la cabeza y a remitir otra sonrisa, acompañada esta vez de un ligero saludo. Pero mi agresor seguía inmóvil y aterrado sin darse cuenta ni poder explicarse las amables disposiciones en que su víctima se hallaba.
Palabra del Dia
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