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El viejo Carlini, que estaba sentado en un banco acabando de fumar un cigarro, nos vio en el acto que aparecimos, y yo noté que abrió los ojos llenos de asombro, pero, fuera de eso, no manifestó sospecha ni hizo el menor movimiento.

Consumido por la mayor ansiedad, esperé día tras día, pasando horas enteras tratando de descifrar el enigma enloquecedor de la carta de juego que tenía en mi poder, hasta que, en la mañana del 6 de marzo, en presencia de que Carlini no tenía éxito en Florencia, me fui con él a la vieja ciudad de Lucca, adonde llegamos por la vía de Pistoya, a las dos de la tarde.

Indudablemente, Babbo Carlini me debía estar esperando afuera, sentado en las gradas de la iglesia. ¿Reconocería en este monje, reflexionaba yo, la descripción que había conseguido de Paolo Melandrini, el desconocido que debía ocupar el puesto de secretario y consejero de Mabel Blair?

Una noche, Carlini me trajo la carta para que la viera, pues había conseguido que la vieja sirvienta se la diera, mediante un prudente soborno de veinte francos. En mi pieza pusimos a calentar una pava, con el vapor despegamos el sobre y sacamos la hoja de papel que había dentro. Era de Blair.

Anduve vagando por el Ponte Vecchio y a la luz opaca y mística de la Santissima Anunzziata; por la tarde fui a visitar a varios amigos, y a la noche comí en casa de Doney, pues preferí cenar aquí antes que en la apretada table d'hôte del Saboya, lleno de ingleses y americanos. A las once esperé en el hall del hotel al viejo Carlini, y cuando llegó, le hice subir, lleno de ansiedad, a mi pieza.

Conocí que su consejo era bueno, y en el correr de la conversación, mientras tomábamos un piccolo en casa de Giacoso, me indicó que debía ocupar a un tal Carlini, hombre muy astuto aunque viejo y feo, quien se había encargado algunas veces de ciertas investigaciones privadas del consulado inglés. Una hora después el viejo se presentaba en el Saboya.

Pasó una semana entera, y Carlini, con su hijo político como auxiliar en el asunto, joven de cabellos negros y de la clase baja, estableció vigilancia, día y noche, sobre la casa del número 8, pero fue inútil. Paolo Melandrini no apareció a reclamar la carta llegada de Inglaterra, que lo estaba esperando.

Era un hombre pequeño, encorvado, de cabeza blanca, miserablemente vestido, con un sombrero blando, grasiento, de color gris, echado a un lado; un verdadero florentino típico del pueblo. En los mercados lo conocían con el nombre de «Babbo Carlini», según supe después, y las cocineras y sirvientas encontraban placer en hacerlo el blanco de sus travesuras y bromas.

Le di permiso a Carlini para que fumara, y, sentado en un sillón bajo, pronto el viejo me llenó la pieza con el fuerte humo y olor de su cigarro barato, a la vez que me refería los más minuciosos detalles de todo lo que había conseguido saber en ese miserable barrio florentino. El lazo secreto que había unido a Burton Blair con este misterioso italiano, era un problema que no podía resolverse.