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Y la gente de establo y cocina decía que estaba bien, lo que es mucho decir, porque ésa es gente que lo halla mal todo. Y el ruiseñor tenía su caja real, con permiso para volar dos veces al día, y una en la noche. Doce criados de túnica amarilla lo sujetaban cuando salía a volar, por doce hilos de seda.

Venían de afuera muchos viajeros a ver el país: y luego escribían libros de muchas hojas, en que contaban la hermosura del palacio y el jardín, y lo de los naranjos, y lo de los peces, y lo de las rosas rojinegras; pero todos los libros decían que el ruiseñor era lo más maravilloso: y los poetas escribían versos al ruiseñor que vivía en un árbol del bosque, y cantaba a los pobres pescadores los cantos que les alegraban el corazón: hasta que el emperador vio los libros, y del contento que tenía le dio con el dedo tres vueltas a la punta de la barba, porque era mucho lo que celebraban su palacio y su jardín; pero cuando llegó adonde hablaban del ruiseñor: «¿Qué ruiseñor es éste, dijo, que yo nunca he oído hablar de él? ¡Parece que en los libros se aprende algo! ¡Y esta gente de mi palacio de porcelana, que me dice todos los días que yo no tengo nada que aprender! ¡Venga ahora mismo el mandarín mayor!» Y vino, saludando hasta el suelo, el mandarín mayor, con su túnica de seda azul celeste, de florones de oro. «¡Puh! ¡puhcontestaba el mandarín, hinchando la cabeza, a todos los que le hablaban.

Había escrito por su temperamento de novelista, como canta el ruiseñor en el bosque, o croa la rana en el pantano. No pensó que su canto pudiera despertar los celos del cuervo. No pensó que su croar interrumpiese el sueño del sapo.

La rumorosa capital parecía descansar a la sazón; su ensordecedor ruido había cedido el paso a ese murmullo apagado y armonioso que por lo incesante parece la respiración de la ciudad dormida. Allá, al extremo del jardín, cantaba un ruiseñor cuyos acentos suaves y melodiosos al principio convertíanse de pronto en brillante cascada de notas claras y agudas.

Don Modesto agarró la perdiz, dio gracias, se despidió y se fue echando pestes contra los gatos. Durante toda esta escena, Dolores había dado de mamar al niño y procuraba dormirle, meciéndole en sus brazos y cantándole: Allá arriba, en el monte Calvario, Matita de oliva, matita de olor, Arrullaban la muerte de Cristo Cuatro jilgueritos y un ruiseñor.

En los cañaverales cantaba un ruiseñor débilmente como anonadado por la belleza de la noche. Se deseaba vivir más que nunca; la sangre parecía correr por el cuerpo más aprisa, los sentidos se afinaban y el paisaje imponía silencio con su belleza pálida, como esas intensas voluptuosidades que se paladean con un recogimiento místico. Rafael seguía el camino de siempre, iba hacia la casa azul.

O será, mandarines amigos ¡, debe ser! que al verse por primera vez frente a nosotros los mandarines, ha cambiado de color. ¡Lindo ruiseñor! decía la cocinerita: el emperador desea oírte cantar esta noche. Y yo quiero cantar le contestó el ruiseñor, soltando al aire un ramillete de arpegios. ¡Suena como las campanillas, como las campanillas de plata! dijo el mandarincito.

El ruiseñor volvió a cantar con timidez, como un artista que teme ser interrumpido. Lanzó algunas notas sueltas con angustiosos intervalos, como entrecortados suspiros de amor; después fue enardeciéndose poco a poco, adquiriendo confianza, y comenzó a cantar, acompañado por el murmullo de las hojas agitadas por la blanda brisa.

Ella cantaba, refiriéndose en sus canciones al ruiseñor, a las noches de luna, a las citas deliciosas en el jardín, al amor juvenil, y también las cosas que cantaba producían una impresión de realidad, a pesar de su embarazo y de su rostro envejecido. Y así hasta el amanecer.

Así que tropezaba con uno perdía nuestra Julia la chabeta, y gritando con la dulzura de un ruiseñor «¡papá, mamo! ¡papá, mamose iba hacia él y le cogía por el rabo. En la misma categoría que los gatos, o acaso un poco más alto, colocaba Julita a su hermano Miguel, a quien llamaba Michel.