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Hasta que fueron a la cocina del palacio, donde estaban guisando pescado en salsa dulce, e inflando bollos de maíz, y pintando letras coloradas en los pasteles de carne: y allí les dijo una cocinerita, de color de aceituna y de ojos de almendra, que ella conocía el pájaro muy bien, porque de noche iba por el camino del bosque a llevar las sobras de la mesa a su madre que vivía junto al mar, y cuando se cansaba al volver, debajo del árbol del ruiseñor descansaba, y era como si le conversasen las estrellas cuando cantaba el ruiseñor, y como si su madre le estuviera dando un beso.

Al oír la campanilla, acudió la chica dando traspiés y restregándose los ojos. Doña Lupe no dijo más que: «a la cama todo Cristo». Era muy tarde y Papitos tenía que madrugar. El sobrino y la cocinerita entraron sin hacer ruido en sus respectivas madrigueras, como los conejos cuando oyen los pasos del cazador. vii

O será, mandarines amigos ¡, debe ser! que al verse por primera vez frente a nosotros los mandarines, ha cambiado de color. ¡Lindo ruiseñor! decía la cocinerita: el emperador desea oírte cantar esta noche. Y yo quiero cantar le contestó el ruiseñor, soltando al aire un ramillete de arpegios. ¡Suena como las campanillas, como las campanillas de plata! dijo el mandarincito.

Y detrás de la cocinerita se pusieron a correr los mandarines, con las túnicas de seda cogidas por delante, y la cola del pelo bailándoles por la espalda: y se les iban cayendo los sombreros picudos. Bramó una vaca, y dijo un mandarincito joven: «¡Oh, qué robusta voz! ¡qué pájaro magnífico!» «Es una vaca que brama», dijo la cocinerita.

Graznó una rana, y dijo el mandarincito: «¡Oh, qué hermosa canción, que suena como las campanillas!» «Es una rana que grazna», dijo la cocinerita. Y entonces rompió a cantar de veras el ruiseñor. ¡Ese, ése es! dijo la cocinerita, y les enseñó un pajarito, que cantaba en una rama. ¡Ese! dijo el mandarín mayor: nunca creí que fuera una persona tan diminuta y sencilla: ¡nunca lo creí!

El emperador mandó poner el palacio de lujo: y resplandecían con la luz de los faroles de seda y de papel los suelos y las paredes; las rosas rojinegras estaban en los corredores y los atrios, y resonaban sin cesar, entre el bullicio del gentío, las campanillas: en el centro mismo de la sala, donde se le veía más, estaba un paral de oro, para que el ruiseñor cantase en él: y a la cocinerita le dieron permiso para que se quedase en la puerta.

La confidencia que tan difícil era con otra persona, resultaba fácil con la cocinerita, y el hombre se creció después de dichas las primeras palabras. « eres una inocente le dijo poniéndole la mano en el hombro , no conoces el mundo, ni sabes lo que es una pasión verdadera».