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Actualizado: 8 de junio de 2025


Al pasar por el camino del jardín inmediato a la sala, Melchor salió de ésta, después de decir algo muy en secreto a Ramona, y se puso a la cabeza del grupo al que sirvió de guía y al que había de quedar vinculado en la fiesta, si pensaba seguir el consejo de aquélla: No se mezcle, don Melchor, con esas mujeres que pueden traerle un disgusto...

Lo que hicieron los frailes Agustinos cuando su marido de usted y Mendizábal les quitaron la dehesa... ¡Tener paciencia!... A cada puerco le llega su San Martín, doña Ramona; figúrese usted si no le llegará también en Matapuerca... Amigo, ¡los socialistas, los socialistas!... Esos han aprendido lógica; ahí tiene usted los nuevos desamortizadores.

Entonces fue cuando éste se casó con Ramona Pacheco. Nada mejor acordado ni más merecido. Era como la cosecha sazonada de una larga labor de honrados pensamientos. Ramona Pacheco era una sobrina lejana que su principal había recogido huérfana y casi niña, y hembra bien singular ciertamente.

Y esto le pasó a Santiago cuando ya le cabían en la mollera pensamientos de cierto linaje. El primer paso le costó lo indecible; pero le dio como un valiente, y se conformó con que Ramona tomara en cuenta la insinuación sin mostrarse agraviada. Pero le advirtió que no insistiera mientras ella no lo autorizara de algún modo bien explícito.

»Comprendí que iba a verme obligado a usar de mi revólver, y como Juancito me gritaba de lejos que siguiera, que me iba a comprometer, opté por aceptar su consejo y me alejé al galope, alcanzando a oírle juramentos y amenazas contra ti. ¿Por qué? ¿Qué ha pasadoQue doña Ramona lo ha dejado y se ha venido; pero, ¡qué animal!... No te decía yo, Melchor, que esto podría tener consecuencias.

Nos hundíamos, olvidados de todo; y si no estuviera mandado que lo cómico no acabe en trágico, en buena retórica, en aquel montón inquieto hubieran encontrado sepultura Álvaro y Ramona sofocados por uno de nuestros más humildes cereales». Aplausos y carcajadas ahogaron la voz del narrador.

Y como la infeliz Ramona carece del valor que para el suicidio premeditado se requiere, o bien, si el valor no le falta, su conciencia moral o religiosa le veda cometer tan horrendo crimen, Ramona opta por el otro término del dilema, y bien se ve, al terminar la novela, que va a incurrir en un pecado más feo, más sucio y más plebeyo, aunque menos feroz y menos contrario que el suicidio al orden natural y a la razón y a la voluntad divinas.

Cuéntase, por más que cuento no sea, que años ya muy pasados, un alto funcionario, animado de nuestros mismos deseos de ver el volcán, llegó al pueblo de Talisay. Por aquel entonces, la hoy vieja Ramona era una hermosa dalaga, de ojos de fuego, lustroso y largo pelo, y dulce y meloso hablar. Joven y hermosa, había amado casi niña, y casi niña fué madre.

Hago lo que puedo, niño dijo José, levantando las copas de la mesa; no soy muy baquiano en tender camas. ¡Si lo digo en broma, José! Usted las tiende perfectamente... mal agregó Melchor, en momentos que José se alejaba llevando una bandeja al antecomedor. ¿Quedamos entonces que a doña Ramona la va poner en ese cuarto? Eso es, Baldomero.

Octavio da un salto y queda sin saber cómo de pie sobre la cama. No se puede entrar, no se puede entrar. Me estoy vistiendo. ¿Qué hora es? Las ocho y media. Pues aún tengo tiempo. Márchate, Ramona. Todo el mundo comprende que no es decoroso ni cómodo permanecer mucho tiempo en pie sobre una cama en paños menores.

Palabra del Dia

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